Cultura

Una puñalada | Waldo Contreras López

Los días de febrero fueron terribles para todos los habitantes de aquel lugar siempre bendito por las cosas del cielo. Un sitio tocado por la mano de la abundancia al cual todos daban en llamar “la mujer de los sueños” debido a su tierra fecunda y a la inconcebible paridera de animales domeñables o silvestres. Lo mismo verás un coyote intentando comerse las gallinas de una granja, lo mismo ves a un hato de vacas recorriendo con paso lento los senderos amplios y airosos de un valle reverdeciente; igual podrás ver volar con velocidad de vértigo a miles de gorriones, tórtolos y pájaros disputándose las cigarras y libélulas que en los atardeceres llenan el bajo cielo planeando como los aviones monoplazas de la primera guerra mundial. Por todo el horizonte se puede ver hervir la vida. Tierra fértil por estar colgada bajo los holanes en la falda de la sierra madre y las húmedas dadivas que descienden a través de sus frondosas piernas; además, muy cerca está La Mar besándole la piel. Juntas procrean la lluvia. Dicen de este gigante ser canta a toda hora; que esa voz musical es consuelo del pescador y trémulo en el alma del sembrador. Pero ahora el gran espíritu les había mostrado una probada de su poder. Ahora todos jamás olvidarían la advertencia de que la bonanza sucede para ser aprovechada y no lamentada cuando ya se ha ido.

 

Fueron muchos quienes lo perdieron todo después de la helada implacable que azotó la región del Évora achicharrando todas las hectáreas vivas de legumbres que unas horas antes apenas eran unos brotes chaparrones que un par de meses ya estarían con flor a punto de reventar en fruto.

 

Después del feroz meteoro hubo quienes se vieron obligados a rematar las tierras a los más pudientes para, con el poco dinero que adquirieron, aprovechar las pocas fuerzas que les quedaron en el cuerpo y ánimo para volver a comenzar en otras tierras. También hubo quienes se obstinaron en jamás abandonar la herencia que al menos cinco generaciones atrás les habían legado con grandes augurios.

 

Estos son otros tiempos. Son tiempos en los cuales las caídas son más duras y dejan poca fuerza para mirarse en la desgracia con el ánimo de obstinarse en cosas o asuntos que hasta para los más sabios, duchos y experimentados en estos menesteres es difícil levantarse. Los viejos suelen ser más tercos. Existen algunos que prefieren vivir en la miseria antes de aceptar que deben cambiar de aires.

 

Claudio Ramón era uno de los pocos. Un hombre terco con su fuerza incólume hecha por el trajín ingrato de labriego a pura espalda y riñón. Estaba por cumplir los sesenta y ocho años de edad cuando perdió lo último bueno que le quedaba en el mundo: sus tierras fértiles que le dieron de comer toda su vida, mismas que jamás podría volver a sembrar con sus semillas y sus manos. Un hombre viudo, sin hijos, solitario, pero con una ternura construida sobre un amor único y sin necesidades de repartición.

 

A don Claudio le quedaba poco por lo cual sonreír de seguido y a diario se encontraba dentro de su cabeza lúcida pensando en la muerte cuando el sol comenzaba a recostarse sobre el horizonte bajo e inalcanzable. Ya nada le levantaba de la tristeza: ni el canto sonoro y escandaloso de las aves del alba o sus vuelos silenciosos bajo los atardeceres radiantes ni las nubes algodonosas que surcaban el raso azul intenso del cielo, ni el aire fresco de la primavera o el ventarrón vaporoso y asfixiante del verano ardiente, ni las esperanzas ajenas de un buen temporal para aquellas parcelas ni tampoco el saludo de sus escasos amigos. Todo en su conjunto le dejó de llamar la atención y nomás le alcanzaba el alma para sentarse por las tardes, con los ojos fijos en la vereda que da rumbo al poniente para ver si al fin se encontraba con la santa hora.

 

Así lo encontró azucena aquella tarde de septiembre. Azucena era una niña de apenas doce años de edad y llena de vida como la naturaleza que la veía crecer; plena con la belleza radiante de una flor llanera, un evento de corazón contagiado por la paz de las nubes y espejo de la alegría del ave cantora. Esa jovencita se plantó frente a aquel viejo derrotado por los recuerdos y le pidió le regalara un vaso de agua; llegó así nomás, de pasada, como si el mundo fuera así de sencillo y dejo escapar por entre sus labios aquella alma de algarabía incontenible para contarle la atolondrada e infantil historia de una vaca que se le había perdido dos días atrás; antes de terminar de hablar le arrancó sin pedirle permiso todas las flores silvestres que el viejo había dejado proliferar en su patio. Se despidió mostrándole el enorme ramo de margaritas y mirasoles explicándole que las necesitaba para llevarlas a la tumba de su madre quien había muerto hace mucho de una malparida.

 

El viejo se quedó perplejo y no habló ni cuando la pequeña se llevó el jarrito de barro dentro del cual le había regalado el agua.

 

Ni siquiera suspiró cuando Azucena se perdió entre la reverberación del telón que se abría dando paso a unos de los atardeceres más radiantes que Claudio había visto sobre el mundo. Sonrió sincero al darse cuenta que la vida vale la pena nomás por esos momentos tan plenos de naturaleza, por esos instantes breves que son capaces hasta de despabilar a los muertos. Se desparramó por completo en la hamaca deshilachada para acomodar mejor la modorra que de repente le cayó encima; se quedó dormido enseguida sin alcanzar a disfrutar el apago del incendio en el ocaso, sin alcanzar a ver como la tierra se tragó al sol para dar paso al tropel de las estrellas que aparecieron de golpe acompañando los gritos alegres de las cigarras las cuales para esos momentos ya tenían un concierto ensordecedor.

 

Al otro día se puso a cantar las canciones abandonadas en el baúl de la amargura mientras le daba de comer a las gallinas unas tortillas que días antes había puesto a tostar sobre el tejado. Para el atardecer el viejo seguía con la alegría que empezaba a fugársele del pecho y pensó en la pequeña azucena; le sonrió en la imaginación como lo hubiera hecho con una hija o nieta. Claudio se sentía un viejo dulce, en paz con la muerte, recostado sobre la hamaca que en los últimos meses nomás recibía un costal cargado de mal humor y desesperanza. Miraba la vereda, la misma vereda a lo largo de la cual sus pocas emociones se perdían buscando la muerte hasta la llegada de la noche. Entonces la pequeña Azucena apareció y el corazón empezó a latir con tanta fuerza que lo sacó de su modorra de viejito y se puso de pie enseguida con un entusiasmo que solo tuvo en los años de juventud. Ya no volvió a sentirse solo y el entusiasmo se le iba poco; comía mejor desde el día que esa pequeña florecita apareció como un remolino de aire y tierra por la vereda. Se vio entonces sembrando más flores, criando más gallinas y puerquitos. Se animó incluso a plantar una huerta de legumbres, a pintar la vieja cerca de palos y hacerle arreglos a la casa la cual días atrás estaba a un estornudo de derrumbarse. La alegría le alcanzó para sacar la guitarra y hasta le puso cuerdas nuevas de metal y cambió el repertorio de canciones amargas, sin música y sin chiste por otras más rítmicas que hablan de la vida, de esperanzas y sentimientos candorosos con tonadas y armonías luminosas adornadas explosiones de júbilo festivo y bailarín. Los muy pocos amigos, ancianos como él, se alegraban de que este pobre hombre recobrara el sentimiento del vivir.

 

Azucena y Claudio se hicieron grandes amigos de tardeada: Se contaban cuentos, retazos de la vida y peripecias; compartían comida, labores campiranas y algunos sueños; hasta se sacaban las liendres y los piojos. Un par de almas abandonadas a la buena de dios buscando compañía. Así pasó año y medio con el buen Claudio en medio de una alegría sin fin y un ánimo restaurado. Azucena era el motor de su vida. Pero un día todo cambió. Todo cambia cuando el tiempo pasa; el tiempo no se detiene y se lleva mucho. Con el tiempo todo cambia, hasta los pensamientos.
Y la pequeña azucena cambió; el viejo Claudio lo notó cuando ella se paseaba en la hamaca y se le volaba el vestido; cuando se agachaba con sus blusas holgadas; cuando Azucena miraba pasar a los muchachos a la escuela y les regalaba sonrisas pícaras y coquetas. El viejo ya no pudo ser el mismo desde entonces y las tardes le sorprendían ya no triste sino más bien rumiando una rabia sin camino de llegada ni rumbo ni salida. Era una rabia rara mezclada con un miedo sin motivo concreto, como algo parecido a los anuncios del diablo, como una angustia que le hacía pensar en algo que debería pasar, aunque fuera muy malo.

 

Notó entonces que Azucena ya no era una niña, que había reventado en una flor despampanante, en una cosa urgente de belleza abrumadora. Tenía miedo, mucho miedo y lo que le enrabiaba era que poco a poco se daba cuenta del motivo: No era la florecida en el cuerpo de señorita ni los muchachos que le miraban su belleza: Tenía miedo que lo dejara solo, de quedarse solo otra vez, que lo dejara no como abuelito postizo si no como hombre aferrándose a un rayo de luz antes que se le apagara. Era pues, que estaba enamorado de ella. Enamorado y se dio cuenta cabal de aquello cuando la vio pasar acompañada de un mocetón moreno y fuerte tan hermoso y lleno de vida como ella, cuando otro día pasó sin saludarlo ni levantar la vista para regalarle una mirada siquiera, se dio por convencido cuando pasó una noche entera llorando e hirviendo la sangre de rabia y calor. Todo cambió cuando comenzó a arrepentirse de conocerla, cuando sintió la odiaba.

 

Ya no pensaba en ella como quien piensa en su hija o nieta. Pensaba en Azucena como quien piensa en una mujer. Claudio ahora esperaba todas las tardes que su flor apareciera por el camino del ocaso no para sentir que el mundo vale la pena: La quería ver para amarla más y odiarla cada que ella evitaba mirarle a los ojos tomada de la mano de aquel chamaco. Todo cambió cuando vio la hermosa imagen de un amor bajo el crepúsculo y el arrullo del suave aleteo de los pájaros del atardecer presumiendo sus vuelos bajos y silenciosos. Los dos jovencitos se besaban arropados por los tibios rayos del sol y la tenue brisa que hacía que los cabellos de Azucena ondearan como la bandera perfecta de una historia prometedora que apenas comenzaba.

 

Aquella hermosa imagen se encajó en el corazón de Claudio como una espina de cardenche. Una puñalada que lo dejó sentado y herido de muerte dentro su alma vieja que volvía a arrugarse y amargarse como apenas un par de años atrás. Azucena se iría de su vida sin decirle adiós. No comió en días, no pegó los párpados enardecidos de lágrimas y malos pensamientos. No quería dormir; tenía miedo entonces de cerrar los ojos para no ver y luego despertar para darse cuenta de que aquello no era un mal sueño sino la realidad dura de la vida, de su vida miserable y solitaria. Esperaba al menos que aquel amor se despidiera de él con esa sonrisa y esa alegría, pero Azucena jamás se le volvió a parar enfrente.

 

Fue el viejo quien la enfrentó impulsado por la gasolina de sus lágrimas nocturnas, el suspiro diario bajo el sol y el aullido quemante de coyote lamentando la lejanía de la luna. Salió a encontrarla por la vereda después de cinco días de mal dormir, de mal comer y con dos litros de mezcal en el cerebro. Se le paró enfrente para dejarle caer encima todo el peso del animal ponzoñoso que traía enrollado en lo más recóndito del alma. La encontró en la vereda cuando ya caía la noche. No pudo decirle algo más que tres palabras junto a su nombre: “Me has apuñalado, Azucena”. La jovencita no levantó los ojos del suelo hasta que vio el reflejo de las últimas luces del día en la hoja de un enorme cuchillo. Lo único que se lo ocurrió fue meterse corriendo despavorida a los vainorales inmensos para huir de aquello que jamás había visto: el odio de un alma rota.

 

Sus abuelos, muy viejos ya, la buscaron toda la noche en las desperdigadas casas de aquel gran valle. La encontraron cuando el día apenas comenzaba recostada boca arriba entre uno de los surcos de aquel sembradío de maíz. La encontraron rara, muy seria y con la mirada puesta en el cielo. Aún quedaban algunos destellos de las estrellas guardados bajo el vidrio de sus ojos. La encontraron vestida con un lienzo entallado y brillante pegado a la piel: Un ropaje escarlata adornado con flores silvestres de muchos colores.

 

Azucena fue sepultada el sábado en la tarde para que todos los compañeros de la escuela secundaria además de su novio pudieran despedirse de aquel pedazo de alegría que ya era todo silencio y seriedad como siempre le ordenaron que fuera su madre y sus abuelos. Esa alegría muerta para siempre. Esa alegría que hacía que a todo mundo le pelara los dientes…su brutal sonrisa como botón de flor jamás volvería a extenderse.



Noticia:

“Detienen a septuagenario acusado de asesinar a mujer menor de edad.
La policía ministerial detiene sobre un camino de terracería en las inmediaciones de un poblado perteneciente a Salvador Alvarado a un hombre de setenta años sospechoso de haber atacado sexualmente y apuñalar hasta la muerte a jovencita de tan solo catorce años de edad.

 

La mujer en mención fue encontrada muerta en medio de un charco de sangre entre uno de los muchos sembradíos de maíz que hay en esta zona.

 

A simple vista se pudo observar que la jovencita presentaba al menos treintaisiete puñaladas entre tórax y cuello además de huellas de haber sido ultrajada.


El sujeto pudo ser ubicado gracias a la labor coordinada entre agentes de investigación de la policía ministerial y vecinos del lugar de los hechos.

 

Al cierre de esta edición se pudo corroborar que el anciano de nombre Claudio Ramón Favela Nuñez confesó que la asesinó el pasado día jueves veintidós de agosto. El torvo sujeto declaró que la mató por celos pues estaba enamorado de ella. El declarado asesino y violador ya fue puesto a disposición de un juez federal para que resuelva su situación legal”.

 

Claudio Ramón jamás se sintió tan mortalmente vivo como aquella tarde en la que el sol lo despertó con su ataque virulento hecho migraña y resaca moral. Estuvo vagando entre los vainorales llorando su dolor todo manchado de sangre, vómito y lodo. Recordaba los ecos de lo que había cometido y, aun así, entre su dolor físico y resaca emocional no sentía remordimiento alguno.

 

Tampoco lo sintió cuando, sentado en una de tantas veredas vio acercarse veloces y en medio de una rojiza polvareda que nublaba la puesta de sol a varias patrullas de la policía ministerial. Iban por él para hacerle pagar. Lanzó un eructo sonoro y el tufo del alcohol le provocó un feroz mareo; en medio de ese mareo vio a la pequeña Azucena correr con su alma feliz delante de las patrullas.

 

 – ¡Entonces era ella! -gritó horrorizado. Se levantó con las pocas fuerzas que le quedaban y empezó a correr como loco pidiendo auxilio.

 

Cuando lo llevaban detenido hacia la prisión estatal, vapuleado y con varios huesos rotos, al viejo Claudio Ramón se le escuchó murmurar entre sollozos: “Era ella, era Azucena a quien tanto esperé día a día para que llegara a recogerme y arrancarme de esta vida tan culera. Ella es la muerte personificada y aun así me tuvo algo de piedad: Me regaló momentos como los que nunca tuve, me hizo hervir pasiones que jamás sentí. ¡Ah! Azucena. Tú eras mi muerte, la muerte que tanto esperé llegara por el crepúsculo” Eso fue algo de lo último que se le escuchó decir. Solo habló una vez más para declararse culpable y decir que se iba al fin a morir feliz.

 

Lo hallaron colgado por el cuello la misma noche que fue asignado a una celda en el centro de consecuencias jurídicas del Estado. Uno de los reclusos condenado a cadena perpetua fue el encargado de ejecutar la purga carcelaria a todo violador y asesino de menores.

 

Fotografia de Waldo Contreras López

 

Waldo Contreras López.


Narrador y poeta. 
Nacido en Culiacán, Sinaloa, Mexico. Licenciado en psicología. Estudiante de Lenguas y literatura hispánicas para la Universidad Autónoma de Sinaloa. Colaborador en Revista “Pitraña”, México (narvíboros). Colaborador, editor y columnista en Revista “Delatripa”, narrativa y algo más. Ha colaborado en Revista “El Guardatextos” y Revista poética “Azahar”. Actualmente radica en Guadalajara Jalisco, México.




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