Cultura

Los extravagantes años de Papá Noel | Federico Rivero Scarani

Papá Noel salió del establecimiento carcelario con su típica indumentaria y con el bigote amarillo por el tabaco y las uñas marrones. Llevaba una bolsa con pan viejo, lentes de sol, un cuaderno en el que escribió sus memorias, zoquetes sucios y centenas de cartas de niños que le habían escrito ilusionados con la Navidad. Caminaba lento con sus botas militares recordando la pelea con cuchillos que tuvo con el Negro Azafrán, líder de la Hinchada de Fénix; había perdido su dedo anular izquierdo de un tajo, pero igual el duelo lo ganó él cuando le clavó el cuchillo en la garganta a su adversario. Heridas de guerra, pensó. La calle estaba desierta y el cielo gris; Papá Noel caminaba recordando sus trapisondas de contrabandista. Lo atrapó la policía cuando intentaba contrabandear caña brasilera, bombones, fotografías de mujeres desnudas y manicomios, dentaduras postizas, anzuelos para monos y cigarrillos. Evitó la aduana internándose por el campo mientras atravesaba la frontera. Se había vestido con una gabardina verde para ocultar el rojo de sus vestiduras. Llevaba dos bolsos y una mochila; mientras caminaba entre los árboles se cuidaba mucho de las jaurías de perros salvajes, y para eso tenía atravesado en el cinturón un revólver Smith & Wesson calibre 44 con balas que atravesaban a cuatro cristianos juntos. Los agentes de la policía liderados por el comisario le dieron la voz de alto con un grito que espantó a los loros verdes. Se detuvo resignado, le dieron la captura en cuestión de minutos. Lo llevaron ante el juez quien le dictó una sentencia de dos años y medios por contrabando. 

 

Papá Noel, el contrabandista, seguía caminando solo por los suburbios de la ciudad. Su única preocupación era su manada de gatos viejos que tiraban del trineo. Lo más probable es que se hayan dispersado por la ciudad de furias siniestras. A comenzar de nuevo, se planteó a sí mismo. Antes de su condena, antes del contrabando, vivía en el Polo Norte, pero gracias al amor que sentía por un joven gay que vivía en un país latinoamericano, dejó su patria y sus responsabilidades para encontrarse con él. El idilio no duró mucho, el joven gay lo engañó con una rubia alemana que se arma y desarma como un juguete. Tras su fracaso amoroso se entregó a la bebida y a la cocaína. Se pasaba días enteros borracho y drogado intentando olvidar su desengaño. Un día reaccionó diciéndose ¡suficiente!; y dejó la vida viciosa para dedicarse al contrabando. Con el poco dinero que le quedaba invirtió en la compra de diversos artículos en el otro lado de la frontera. Fue así que durante meses iba y venía con su cargamento que luego vendía en las ferias. Pero de tanto llevar el cántaro al agua, perdió en una de sus travesías.

 

El viento que se despertó con la llegada de la tormenta, le impedía avanzar, sin embargo, no movía ni un pelo de su cabellera grasienta desparramada sobre sus fornidos hombros. Valoró la posibilidad de comenzar de nuevo: volver al Polo Norte, preparar los regalos para la Navidad atendiendo las cartas de los niños, restaurar el trineo que había chocado ebrio contra un risco nevado, reunir a los gatos viejos y pagarles los jornales atrasados a sus enanos. Se puso los lentes de sol, armó un cigarro de marihuana y con un gran esfuerzo por el viento encendió el porro. Fumaba y caminaba sin saber a dónde. Su mente comenzó a divagar por el efecto de la marihuana y consideró la posibilidad de ir hasta la casa de la Flaca. Ella lo consoló de su amor frustrado, le cocinó y le lavó sus mugrosas ropas. La Flaca era alcohólica, se vestía con pantalones vaqueros y blusas de colores amarillos y naranjas. En el rancho de ella, Papá Noel, el contrabandista, encontraría consuelo y refugio. Así que se decidió a ir. Le quedaban unos billetes arrugados y algunas monedas; esperó el bus completamente loco por el efecto del THC. Llegó la lluvia y buscó refugio bajo una terraza de apartamento. Después de una hora arribó el bus con destino Ciudad Vieja. Subió con su bolsa, pagó el boleto y fue a sentarse en el fondo; no había muchos pasajeros, cinco o seis. Miraba por la ventanilla recordando la responsabilidad que suponía ser San Nicolás. Se le aparecían vívidas imágenes de su tierra nevada, de las auroras boreales, de su bondad antes de convertirse en una mala calaña, la publicidad de Coca Cola la cual le pagó unos buenos dólares. La solución consistía en volver y empezar de cero; quería olvidar la vida que lo trajo a otras latitudes. Aunque antes debía organizarse, buscar dinero sin caer en la rapiña convirtiéndose de nuevo en un reo. 

 

Luego de una larga trayectoria llegó a la Ciudad Vieja; tenía que caminar varias calles para llegar al rancho de la Flaca. Había escampado; el movimiento de gente y autos era grande. Muchos vestidos de traje y corbata, mujeres con ropa de varón, automóviles de última generación, mendigos durmiendo entre cartones tirados en la vereda, comercios abiertos igual que los bancos, las empresas de viajes, los más diversos negocios y los restaurantes. Algunos lo veían con extrañeza debido a su uniforme navideño. Era casi mediodía; en tanto Papá Noel, el contrabandista de caña brasilera y dentaduras postizas, caminaba lento, sin apuro, loco todavía por la marihuana. Dobló por la calle Cerrito hasta Piedras donde, al cruzar, se encuentra el Puerto. Anduvo por Piedras pasando por conventillos, hoteles piojosos, lupanares, casas donde se vendía droga, hasta que llegó a lo de la Flaca. La casa había sido construida hacía más de cien años; lo que quedaba de la ruina eran unas paredes con techos de lata, las cuales funcionaban de habitaciones, baño y patio. El timbre no sonaba, entonces Papá Noel contrabandista miserable, comenzó a batir las palmas; en cuestión de segundos un rostro demacrado por los años y el alcohol se asomó a la puerta entreabierta. La Flaca lo reconoció en seguida; abrió la puerta y le dijo ¡Por fin, corazón, volviste!

 

La alegría de ella era sincera; lo invitó a pasar; se besaron en las mejillas con cariño y se abrazaron. Ambos se dirigieron a la húmeda sala y se sentaron en las sillas destartaladas alrededor de una mesa redonda de madera que tenía un mantel tendido manchado con vino, además de migas. El Papá Noel sodomita y decadente, observó los cuadros en la pared: uno era una pintura de un jarrón con flores rosadas, y el otro una escena de la playa y el mar. Le resultó melancólico el último, pero su ensimismamiento se rompió cuando la Flaca le tomó la mano izquierda a la que le faltaba el dedo anular. Sus manos estaban tibias y tranquilas. Al instante ella le preguntó si tenía hambre; él afirmó. Te voy a preparar una carne de cerdo con sal, pimienta y adobo con unas papas hervidas sazonadas con ajo, perejil y aceite, dijo ella muy contenta. Mientras le preparaba el almuerzo, el gordo hinchado de tanto guiso y alcohol, sacó de su bolsa un anillo de plata con la intención de regalárselo a la mujer. Esta le preguntaba desde la descascarada y pringosa cocina, con azulejos rotos, qué pensaba hacer con su vida; él le respondió que sentía la necesidad de volverse al Polo Norte para dedicarse a su antiguo oficio; que sentía nostalgias de la nieve y de su labor. 

 

Desde la sala se escuchaba la carne fritándose, y se olía el agua hervida con laurel. Siempre fuiste un perdedor, casi gritó la Flaca, y agregó que debía comprometerse con sus proyectos. Es cierto, asumió Papá Noel, todo se resuelve con decidida voluntad; él le preguntó si estaba soltera, sin hombre, ella le gritó que sí envuelta en humo y vapor. Bueno, entonces me podré quedar unos días contigo hasta que logre conseguir plata. La Flaca quedó encantada y con una extensa sonrisa y brillo en los ojos le sirvió el plato con la comida. Al instante él comenzó a devorar sin respirar, saboreando la carne y las papas; se le pegaban restos de comida en el bigote amarillo por la nicotina y en la barba gris. Ambos lamentaron que no hubiera vino, pero no se preocuparon porque más tarde comprarían. Masticaba con el lado derecho de la dentadura ya que del lado izquierdo había perdido casi todas las piezas dentales de arriba y de abajo por causa de la gingivitis. Charlaron animadamente recordando años pasados cuando los dos mantuvieron un amorío verdadero. La Flaca no podía dejar el alcohol, y Papá Noel su condición de hacedor de ilusiones. Los dos se complementaban en esta vida zurcida por equívocos y malas decisiones. Coincidían que el destino lo tejía cada uno, y que la voluntad divina se manifestaba en pequeños detalles los cuales eran fugaces y que había de prestar atención a ellos. 

 

La tarde comenzaba, el cielo gris se mantenía incólume; ellos continuaban hablando de mancias, new age, espiritismo e ingeniería social. De repente, él se calló, miró su chaqueta roja con manchas de grasa y salsa, y le pidió a la Flaca si lo dejaba ducharse. Ella le dijo que sí y que tenía que calentar dos ollas de agua para mezclarlas con agua fría porque la ducha se había roto. Y así fue que calentó el agua para que él se bañara quitándose la grasa pegada a la piel y el sudor. Dentro del baño había frío y humedad en las paredes. El techo de lata comenzó a repiquetear con las gotas de lluvia, en tanto que Papá Noel exconvicto, defecaba en el wáter antes de bañarse. Un olor agrio de excrementos invadió el rancho, y los perros del vecino comenzaron a aullar desconsolados. La Flaca encendió un incienso y quemó romero para mitigar el tufo. Cuando terminó de bañarse, salió desnudo y se dirigió hacia su bolsa; la Flaca lo miraba cuando extrajo, entre los panes viejos, un pantalón negro de tela, una camisa medio blanca y una gabardina negra. No tenía calzoncillos, pero igual se vistió. Le propuso a la mujer ir a buscar un vino tinto; ella buscó en su monedero unos billetes arrugados y marcharon hacia el almacén. La gabardina negra con la camisa semi blanca le daba un garbo inusual mientras caminaban. Entraron al almacén miserable y los atendió un tipo flaco, tuerto y con calvicie; le pidieron dos litros de vino tinto y un paquete de tabaco y hojillas. Pagaron y se fueron pensando en los pocos artículos que tenía el almacén decrépito, el cual camuflaba un sitio de venta de drogas. 

 

Llegaron al rancho y empezaron a beber; con el segundo vaso, la Flaca se ruborizó sintiéndose alegre; a él, el efecto del alcohol, lo reenganchó con el pegue de la marihuana lo que lo llevó a ser tan locuaz que hablaba sin parar de su época como contrabandista y como convicto. En un momento se puso semiólogo argumentándole a la Flaca que fumaba su tabaco, que las cosas, los objetos y los fenómenos, eran anteriores a los signos que los representaban, y que al descubrirse una estrella, esta como “cosa”, recibía un “nombre”, o sea, un signo. Ya con el cuarto vaso, Papá Noel, se acordó de su indumentaria que lo caracterizaba, y le preguntó a la Flaca si se podía lavar el pantalón, la chaqueta y el gorro. Ella afirmó, y en seguida llenó la pileta del patio con agua y jabón en polvo; entonces sumergió la ropa. Volvió a la habitación a beber vino y a escuchar al charlatán navideño.

 

Después de conversar, ambos ebrios, se besaron en la boca y se fueron a acostar a la cama del cuarto grande en donde había un ropero de roble antiquísimo. Se metieron entre las sábanas sucias y se amaron desnudos hasta la madrugada. Los ronquidos de Papá Noel se escuchaban desde la puerta del rancho, y sus flatos resonaban en el silencio y la oscuridad con una fetidez que despertó a la Flaca quien tomándose una benzodiacepina con vino, volvió a dormirse. A la mañana ella se despertó sin encontrar a su lado al patán navideño; se marchó sin hacer ruido dejándole un dejo de tristeza. Papá Noel caminaba por las calles y entre los edificios de la Ciudad Vieja sin rumbo, pero con la firme decisión de conseguir dinero. Se le ocurrió visitar a un viejo amigo también exconvicto, y que se dedicaba a la joyería. Tomó por Ituzaingó hasta Buenos Aires, dobló en la esquina y a mitad de la calle encontró el local en donde se encontraba el joyero. El tránsito a esa hora resultaba complicado; los buses, los taxis, las motos viajaban a alta velocidad produciendo un ruido insoportable. El cielo se había despejado dejando ver a un tibio sol otoñal. Cuando llegó a la joyería miró en la vitrina decenas de relojes de todas clases, cadenas, dijes, monedas antiguas, bijuterí y relicarios; los vidrios estaban sucios de polvo; miró hacia adentro y se decidió a abrir la puerta del negocio; sonaron las campanillas y un sentimiento de superstición se apoderó de su corazón. La penumbra de la joyería se extendía por todo el ámbito; igual dejaba ver los muebles con vitrinas y su contenido: anillos, amatistas, pulseras de oro, plata y bronce, candelabros, más relojes, cofres y unos cuchillos, y gran variedad de objetos. El aire era rancio, estancado. En el mostrador se encontraba un hombre de unos sesenta años, robusto, vestido con camisa azul y corbata amarilla con diseños. Miraba un anillo con engarce de rubí. Levantó la vista y sus ojos detrás de las gafas observaron la figura obesa de Papá Noel metido en la gabardina negra. El joyero sonrió diciéndole que se alegraba de verlo. Le tendió la mano y se saludaron. Pasó una hora en la que conversaron recordando anécdotas en la cárcel; ambos compartieron la misma celda por lo que se llegaron a conocer bastante. Papá Noel le dio a su camarada un anillo de plata con cinco pequeños brillantes pidiéndole que se lo comprara; el joyero observó detenidamente al anillo con una lupa, lo mordió con su diente de oro, suspiró y ofreció una suma de dinero que fue aceptada. Contó los billetes que sacó del bolsillo del pantalón y los puso sobre el mostrador; las manos ávidas del contrabandista tomaron el dinero, en tanto una sonrisa que se escondía detrás del bigote amarillo manifestó la avaricia. Continuaron hablando un rato más hasta que entró una vieja vestida de negro; se despidieron apretándose las manos; la barriga hinchada de quien es admirado por los niños golpeó a la enclenque mujer; al abrir la puerta para salir se lanzó un estridente pedo maloliente que infectó a la joyería produciéndole arcadas al joyero y a la vieja.

 

Una vez en la calle continuó caminando sin saber a dónde. Había conseguido un dinero que le permitiría sobrevivir unos días. Pensó en comprar un número de lotería; se detuvo hurgándose la nariz y sacándose los mocos que pegaba en la pared de un museo; se sentía indeciso, si comprar una participación de la lotería del viernes o guardarse toda la plata. Al final su inclinación ludópata pudo más y fue al cambio para comprar el número de lotería. Lo guardó en el bolsillo de la camisa medio blanca con la esperanza de acertar por los menos entre los veinte números sorteados. Valoró volver a lo de la Flaca; se convenció de que era lo mejor, así que rumbeó hacia el rancho. Sin darse cuenta piso mierda de perro, fresca, pegajosa, y le resultó una buena señal de suerte. 

 

El cielo azul con algunas nubes y sol indicaba que el medio día se acercaba; una brisa fresca del sur revitalizó los pulmones oxidados de Papá Noel quien se detuvo a comprar carne, chorizos, pan y más vino tinto. Cuando volvió al rancho con las bolsas, la Flaca estaba tomando café. Los ojos le brillaron de amor al verlo entrar cruzando el patio donde su traje navideño colgaba secándose en la cuerda. ¡Hola, papito!, susurró ella, ¿dónde te metiste? Pregunta típica de las mujeres cuando no saben sobre el paradero de su pareja. Fui a hacer un negocio, le eructó él; puso la mercadería sobre la mesa, sacó una caja de vino, la abrió con un cuchillo y se sirvió en un vaso sucio. Armó un porro, y lo encendió; el aroma dulzón abarcó toda la sala; se lo pasó a la Flaca que le dio unas pitadas quedando colocada en seguida. Se fumaron todo el porro y el efecto logró hacerlo más locuaz a Papá Noel; le contaba a ella acerca del romance con el joven gay que se llamaba Tomi, el puto Tomi para los allegados; y de cómo se pasaban los días echados los dos en la cama rota haciendo el amor y comiendo papas fritas con whisky. Los recuerdos se agolpaban en la mente siniestra produciéndole cambios en el humor. Por momentos alegres, por momentos melancólicos, y así iba tejiendo la historia de amor a la que la Flaca no le caía muy bien porque ciertos celos se le despertaban en su corazón femenino. ¡Y pensar que abandonó la costumbre de repartir regalos a los niños para viajar al encuentro de un amor marginal que conoció en Facebook! La Flaca le cortó tajante el discurso; tomó las bolsas y se dispuso a cocinar la carne y los chorizos. Papá Noel siguió con su perorata esta vez hablando del proyecto de volver a su tierra. Lo primero que debía hacer era conseguir el pasaporte que se encontraba perdido en la bolsa entre los panes viejos, las medias sucias y el cuaderno de memorias carcelarias. Luego tendría que comprar el pasaje solo de ida hasta Suecia para después embarcarse hacia Groenlandia y subir hasta el Polo. Una vez arribado trataría de convencer al sindicato de enanos y elfos para lograr un acuerdo por el pago de los sueldos y demás beneficios: elaboraría una logística a efectos de generar la infraestructura que le permitiría en la siguiente Navidad cumplir con las solicitudes de los niños. Esto implicaba, le contaba a la Flaca que estaba cocinando, reparar el trineo, olvidarse de los gatos viejos, y conseguir tres yuntas de renos para tal labor. El efecto del vino y de la marihuana lo impulsaban a imaginarse todo lo dicho, y, sobre todo, a dejar de lado el vino y la droga si quería volver a ser quien fue durante diez siglos: Santa Claus, el inspirador de ilusiones de los niños de todo el mundo.

 

Comieron los churrascos y los chorizos con rodajas de pan; bebieron el vino, abrigo de los pobres, eructaron motivando a los perros del vecino a ladrar furiosos. Flaca, si acierto en la lotería, nuestras vidas cambiarán, aseguró él. Para ella, si bien le vendrían para beneficio unos cuantos pesos, la idea de separarse definitivamente le ensombreció el semblante; El gordo angurriento, ahíto de comida, insistía en el gran cambio para bien que podría producirse. El almuerzo les dio modorra; decidieron acostarse a dormir la siesta; era jueves, mañana viernes se sorteaban los números de la lotería. 

 

San Nicolás, contrabandista y bisexual, soñó con una llanura blanca de hielo de gran vastedad entre montañas con pinos y nieve; él iba en un trineo tirado por perros siberianos; surcaba la planicie a gran velocidad; la media luz del lugar permitía ver los colores de la aurora boreal; el aire frío; el corazón latiendo con fuerzas; sus cabellos blancos y largos se agitaban. Llegaba a un castillo medieval; las puertas estaban cerradas, y desde una torre, un vigía con ballesta, le preguntaba qué quería. El viejo gordo de tanto chocolate le solicitó a bien que le permitiera entrar; el vigía dudó, sin embargo, accedió a la petición; se abrieron las altas y gruesas puertas permitiendo la entrada; detuvo el trineo en la plaza y miró hacia todos lados; no había gente, solo dos guardias que le abrieron las puertas; fugazmente desparecieron como fantasmas; el Señor del castillo no apareció para recibirlo; y de pronto aparecieron los habitantes caminando despacio y vestidos con sayos y capuchas; se aproximaban a Papá Noel quien sintió una sensación desagradable; cuando algunos de los pobladores se acercaron a pocos metros, quitándose las capuchas, vio con horror los bubones y las faces febriles; los miembros con gangrena; escuchó la tos constante; olió la podredumbre de la carne humana… ¡La Peste Negra!, exclamó medroso para sí mismo. Cada vez se acercaban más, hombres, mujeres y niños podridos en vida; los perros empezaron a gemir; ya lo rodeaban, y cuando estuvieron lo suficientemente cerca para que lo tocaran, se despertó de la pesadilla de la siesta. El sudor frío le recorría el cuerpo, sus manos temblaban y el corazón le latía doliéndole el pecho. Vio a la Flaca a su lado dormida. El reloj de pared daba las 17 horas. Decidió levantarse para sacarse la resaca de la pesadilla negra. 

 

Sentado en la sala fumó un tabaco; bebió un vaso con agua; de repente sintió una viscosidad en el trasero; tanteó sus nalgas y se dio cuenta de que se había cagado encima, el olor a mierda no se hizo esperar y comenzó a pulular en la sala; la fetidez despertó a la Flaca que sintió ganas de vomitar; indignada le gritó ¡viejo cagón! Santa Claus fue hasta el baño dejando una estela nauseabunda; se quitó el pantalón negro manchado, y llenó un balde con agua para limpiarse el culo; se pasó jabón dejando pegado trocitos de excremento; cuando se secó con la toalla verde la manchó también. No había dudas: era un perdedor como le había dicho la Flaca.

 

La noche cubría a la ciudad con su manto oscuro; el rancho estaba iluminado y ambos amantes se miraban callados y sentados en las viejas sillas. Fumaban y bebían vino. De tan quietos que estaban, parecían dos maniquíes grotescos. Papá Noel se había puesto una pollera de la Flaca porque su pantalón sucio quedó tirado en un rincón del baño apestando. Pasaban los minutos y no intercambiaban palabras; rodeados de humo no sabían qué decir; hasta que en un momento el masculló unas palabras inteligibles; ella no lo entendió y le pidió que repitiese; tuve una pesadilla horrible, repitió; recordé una experiencia que viví hace centenas de años; aunque te parezca sorprendente mantengo la misma edad, mi mismo semblante; los años no me pasan como a los mortales; he visto levantarse imperios para luego caer; presencié las artes y las ciencias, las ideologías y las creencias de diferentes épocas; miles de rostros y de voces se me aparecen entre las brumas del recuerdo…; por más que viva lejos y apartado los hechos de la humanidad no me resultan ajenos; he trascendido entre los siglos y sus revoluciones y guerras; soy un elegido y un individuo procaz a la vez; sentí el aburrimiento y el tedio los cuales me condicionaron a renegar de mi estatus, de mi condición; por eso abandoné todo por una aventura amorosa que me condenó. La Flaca escuchaba atenta sin interrumpir; se rascaba la cabeza y enredaba sus dedos en su pelo corto y sucio. Se levantó y fue a la cocina para traer carne y chorizos. Comieron soñolientos; después de la cena se fumaron otro porro quedando cuadriculados; les dio sueño y marcharon al cuarto a dormir. 

 

Santa Claus se despertó a las siete de la mañana cuando el sol apenas se asomaba; los ronquidos de la Flaca sonaban con estruendo; se levantó a preparar un café; hoy es viernes, pensó, y una leve esperanza igual a una mancha de humedad en la pared, le acarició el pecho; si lograse ganar la lotería, se dijo a sí mismo, solucionaría mi vida y la de ella. Terminó el café y se puso el pantalón rojo, abrió la puerta, cruzó el patio, abrió la puerta principal y salió a la mañana clara y fría. Iba caminando abrigado con la gabardina negra; rodeó a dos tipos adictos que dormían en la calle sobre cartones y tapados con mantas, a los metros había otro contra la pared descascarada de una casa abandonada. Los buses y los autos traían a los trabajadores; algunos ya habían comenzado su jornada, con las manos en los bolsillos de la gabardina, Papá Noel se dirigió hasta la iglesia, cuando entró se persignó; caminó y sus pasos hacían ecos; se sentó en un escaño y miró las arañas con caireles que iluminaban el recinto; había pocos feligreses y la misa comenzaría en instantes; observó detenidamente los vitreauxs y la efigie de la Virgen detrás del púlpito; a un lado de los escaños una gran cruz mostraba a un Jesús clavado en ella; el símbolo del dolor le provocó tristeza; concentrándose comenzó a rezar; cuando terminó, quedó en un estado de paz. 

 

Salió de la iglesia y fue a sentarse a la plaza en donde había una fuente con extrañas figuras de delfines y niños que la rodeaban; miró los símbolos masónicos de la fuente recordando a los Templarios. La falta de obligaciones lo aburría; se sentía a la deriva, impulsado por una brisa de pensamientos inconexos que no lo conducían a ningún lugar. La gente caminaba por la plaza y la peatonal Sarandí; bostezó y armó un porro; comenzó a fumarlo mientras el sol brillaba entre las ramas de los árboles sin hojas. Quedó colocado y con hambre; su locura lo llevó a una panadería donde compró pan y mortadela; se hizo unos refuerzos y volvió a la plaza a comerlos; se tragó el desayuno eructando. La marihuana le produjo un efecto tan grande que sentía que desvariaba; no podía quedarse quieto en el banco de la plaza; se levantó con la intención de ir hasta la rambla para contemplar el mar; una vez allí apreció la belleza del ancho río cuyo color azul plateado lo hipnotizó. Se le acercó un niño para pedirle unas monedas y Papá Noel lo agarró de los pelos sacudiéndolo hasta que el pequeño empezó a gritar y a llorar haciendo un escándalo que obligaba a la gente que caminaba a detenerse para insultarlo. ¿Qué miran, mugrientos?, les gritaba, y sacando un cuchillo del cinturón amenazaba a los transeúntes, los cuales, al verlo desencajado, optaron por seguir sus caminos. Cuando se sosegó, guardó la faca y caminó por la rambla mirando a los barcos que a lo lejos navegaban.

 

La mañana pasó rápido, y se acercaba el medio día. El gordo barbudo con sus largos cabellos grasientos se percató de que había llegado al Centro de la ciudad; la locura producida por el THC lo dejó en la avenida 18 de Julio y Ejido. Fue a hasta la esplanada de la Intendencia de Montevideo para sentarse unos minutos; la gente iba y venía; muchos mirando el celular andaban como autómatas; le pareció patéticas sus vidas con una rutina de esclavos que cambiaban el tiempo de la existencia por un dinero que luego lo gastaban en consumir objetos y servicios, para pagar medicamentos y atención psiquiátrica, para ufanarse con el auto comprado pagando mil cuotas, para endeudarse y así vivir una vida de ratón siempre en la rueda sin llegar a ningún lugar. ¡Sociedad enferma!, pensó indignado; solo les falta golpearse a sí mismos con el látigo; el súper hombre de Nietzsche resultó ser una caricatura alienada. ¡El buen salvaje!, recordó a Rosseau, que pactó para crear la sociedad y las leyes, y ahora está sumergido en la sopa existencial, al compás que le marcan los mandarines… Todo se parece al sueño de un dios borracho y despótico, con alma infantil que juega con la humanidad como si fuesen canicas que al golpearse tomaran direcciones aleatorias. ¡Basta de gentío, no lo soporto más, me voy al rancho! Y decidido volvió sobre sus pasos enfilando a lo de la Flaca. En el camino compró queso, dulce de membrillo y galletas.

 

El hecho resultó que Papá Noel, el yonki, ganó la lotería gracias a la Fortuna, vieja amante de él. Le dejó a la Flaca una buena suma de dinero, mientras que ella lloraba desconsoladamente. Lo abrazó y se despidieron; él tomó su bolsa y se marchó. Una vez realizada la travesía proyectada, llegó a su casona en el Polo Norte. Dejó atrás el amor, las drogas, el alcohol y su vida disoluta; era noviembre de aquel año por lo que tuvo que hacer con celeridad los preparativos para la próxima Navidad. De un cofre extrajo monedas de oro con las que les pagó a los enanos y a los elfos. Del bosque de un país escandinavo consiguió seis renos jóvenes. Arregló el trineo durante un atardecer eterno en tanto nevaba. Se acicaló y se vistió con pantalones y campera de cuero. Su inclinación por el Gothic Metal se mantuvo; escuchaba la música mirando fijo el fuego de la estufa a leña. La fábrica, entre el hielo nórdico, funcionaba a toda velocidad. De acuerdo a las cartas de los niños, se construían los juguetes. Todo se encaminaba para bien, en tanto, la fecha de la Navidad se acercaba. Cuando el momento llegó, Papá Noel acomodó las bolsas en el trineo ayudado por sus empleados; se colocó los auriculares para escuchar el Gothic Metal, y azuzó a los renos que volando se elevaban casi hasta las estrellas. Su risa particular se repitió con el eco extendiéndose por la noche boreal.

 

Fotografia de Federico Rivero Scarani

Federico Rivero Scarani, 1974, Montevideo-República Oriental del Uruguay.


Docente de Literatura egresado del Instituto de Profesores Artigas. Colaboró en diversos medios Uruguay como El Diario de la noche, Relaciones, Graffiti, y también en revistas internacionales como Archivos del Sur (Argentina) y Banda Hispânica.com (Brasil), Carruaje de Pájaros (México), InComunidade (Portugal), Resonancias (Francia), entre otras. Publicó un ensayo sobre el poeta uruguayo Julio Inverso (“El lado gótico de la poesía de Julio Inverso”) editado por los Anales de la Literatura Hispanoamericana de la Universidad Complutense de Madrid, España. Participó en antologías de poetas uruguayos y colombianos (“El amplio jardín”, 2004) y Poetas uruguayos y cubanos (“El manto de mi virtud”, 2011). Mención Honorífica por el trabajo “Un estudio estilístico de Poeta en Nueva York de Federico García Lorca”, 2014, Organizado por el Instituto de Estudios Iberoamericano de Andalusíes y la Universidad de La Plata (Argentina). Accécit 18º Concurso José M. Valverde, 2014. Fue docente de la cátedra de “Lenguaje y Comunicación”, en el Instituto de Profesores “Artigas”.- Miembro de REMES (Red Mundial de Escritores en Español), y del sitio autores.uy. Promocionado por la “Biblioteca Nacional”, Ministerio de Cultura del Uruguay y “Biblioteca del Poder Legislativo”.


Colabora con artículos, ensayos, traducciones y poemas en diversas revistas internacionales de Latinoamérica y Europa.


Obras: “La Lira el Cobre y el Sur “(1993); “Ecos de la Estigia” (1998);”Atmósferas”, Vintén Editor (Mención Honorífica de la Intendencia Municipal de Montevideo, 1999); participó en el CD “Sala de experimentación y trabajos originales”, Maldonado 2002; “Noctambulario”, CD con poemas del autor y del poeta brasilero Rodrigo Petronio recitados por Federico Scarani, digitalizados por el poeta y perfórmer Juan Ángel Italiano, (2003); “Synteresis perdida”(2005); “Cuentos Completos” (2007); “El agua de las estrellas” (2013); “Desde el Ocaso”, (2014) editado en las páginas digitales EspacioLatino.com /Camaléo.com; “Reflejos de la Oscuridad”, (2018), autores.uy. “Amor, Barniz Gris”, JustFiction Edition, Letonia, (2019),”Este no es un otoño más “, Editorial Rosae, Montevideo, (2021), “Lesbianas”, Ed. Rosae, (2022).

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