Cultura

El mar o la marejada vencida de Alejandra Pizarnik | Montserrat Villar González

Escribía, la recientemente fallecida, Guadalupe Grande: Huir es un naufragio/ un mar en el que buscas tu rostro… y esa masa de agua inalcanzable, se convierte en el espejo de una interpelación, una búsqueda del sentido de la vida, de las vidas de aquellos cuyos ojos miran más allá de la realidad concreta y tangible. Esa fue la obsesión de Alejandra Pizarnik: la persecución del sentido de su vida, la necesidad de entender el porqué o los porqués de su infancia, sus carencias y sus miedos; y sus escritos, reflejan ese camino hacia esa búsqueda constante e incansable de sí misma para poder sentirse completa en un mundo que nunca será su mundo.

 

No hace mucho, hablaba, con un compañero de trabajo, filólogo y gran conocedor de la literatura, sobre la diferencia, o no, entre la poesía de mujeres y de hombres y la conclusión, aceptada por él, resultó en la idea de que en mucha de la poesía de mujeres hay vida personal, riesgo comunicativo, sensibilidad casi suicida y necesidad de estar dentro del poema; algo que en pocos poetas hombres encontramos. El poema femenino, en estos casos, representa esa búsqueda sin límites de la identidad de una misma, esa consideración de que literatura y ser humano están íntimamente unidos y no se podrían disociar en ningún momento. Bien es cierto que muchas mujeres poetas no lo consideran así, y, en ningún caso, sus escritos pierden valor. Creo que Pizarnik, al igual que otras muchas poetas y algunos poetas masculinos, forma parte de esos autores cuya vida y obra van de la mano y en ningún momento se puede disolver esa unidad. Pero, esta consideración de vida-poesía está cargada de riesgos, ya que se pone a merced de los lectores el alma más vulnerable de uno/a misma. Por eso, no todo autor es capaz de llevar a cabo este proyecto de vida-escritura, y construye una poética que no traspasa ciertos límites respecto a su yo más íntimo.

 

Pizarnik mujer es Pizarnik poeta, y nada limita a ambas en una búsqueda incansable, hasta la muerte, de una misma, una búsqueda necesaria, por otra parte, debida a su propia biografía (me atrevo a afirmar). Me explico: origen diferente al de su nacimiento, infancia incompleta (como ella propia describe), búsqueda en otros lugares distintos al de su lugar de residencia, de aquello que el exilio, su propio y natural exilio convertido en exilio interior, nunca le permitirá obtener. ¿Qué buscamos cuándo no nos sentimos de ningún lugar, cuándo la familia no es respuesta sino duda, cuando nuestra geografía no nos llena? ¿Dónde está el lugar de pertenencia de una mujer, un ser humano que no alcanza a sentir amparo en los brazos de su padre, su madre, … en el lugar, el hogar que la vio nacer? Leemos en Pizarnik: “El cielo tiene el color de la infancia muerta”. Si es así, cómo escapar a ese cielo… Y no puedo evitar pensar en esa gran odisea, ese gran viaje original y sus razones y me pregunto, ¿por qué nuestro Ulises abandonó su hogar para surcar mares sin tener la certeza de poder regresar vivo?

 

He leído y releído a Pizarnik en estos días, he repasado alguna de la bibliografía escrita sobre su obra y he obtenido la evidencia de esta búsqueda y de los elementos poéticos que la acompañan en la verbalización de ese devenir. Josefa Fuentes Gómez1 los señala y sistematiza en el jardín (centro perfecto, verdadero y peligroso; la viajera (peregrinaje y destierro); el viento (en el que confía y la desampara); la noche (tiempo de creación, espacio para su reconocimiento existencial); el espejo (abstracción de la escritura y símbolo del vínculo que mantiene con su otredad). Elementos que, sin duda observamos en la poesía de Pizarnik. Y sí, como ya he señalado, acompañan en ese peregrinaje hacia la nada, esa búsqueda incansable hacia el yo incompleto de la infancia, hacia el origen acogedor inexistente de su memoria. Símbolos de los sentimientos, necesidades y miedos que la acompañarán a lo largo de su vida y obra poética y en prosa.

 

Pero, y soy consciente de mi actual mirada y búsqueda propia y personal, echo de menos la mención al mar, un mar dibujado con todos sus elementos a lo largo de su poesía. 

 

Mi propia búsqueda, mi situación personal, mi propio peregrinaje y sentimiento natural de no pertenencia a ningún lugar físico y mis propios anhelos infantiles, me han llevado a un autoexilio a orillas de un mar que, desde pequeña, concebí como sanador y generoso. Y es esa mirada la que me ha hecho indagar en este aspecto de la poesía de nuestra querida y admirada Pizarnik. Y ¿por qué no? Criada en una ciudad que mira hacia el estuario del Río de la Plata que vierte sus aguas en un Océano inmenso e incansable; un mar que representa vida y muerte sin demoras. El mismo Océano que yo observo desde la otra orilla del Planeta (vaya coincidencia). Y a él viaja en La tierra más ajena y en el Puerto se sentirá “en el melancólico corazón de un mar” donde piensa “tirar del ancla. Irse y no volver”. Un mar que en La última inocencia apela señalando “Dile que los suspiros del mar/ humedecen las únicas palabras / por las que vale la pena vivir” pero que, al mismo tiempo, la traiciona como lo hace el viento: “cansada del mar indiferente a mis angustias” (poema Siempre) o “El mar ajeno y doblemente mudo/en el verano que apiada por sus luces”2, mientras en Las aventuras perdidas: “…y barcos sedientos de realidad bailan conmigo”, al mismo tiempo que “el cielo tiene el color de la infancia muerta”. Un mar que es origen y fin, barco en búsqueda, memoria y naufragio que “hacen de mí un barco sobre un río de piedras”3, desplegando “mi orfandad /sobre la mesa, como un mapa” como cuaderno de bitácora futuro que la guíe hacia una paz que no encuentra, “Como una voz no lejos de la noche / arde el fuego más exacto/ […] Mares y diademas, mares y serpientes” y que le recuerda “La tenebrosa luminosidad /de los sueños ahogados. Agua dolorosa: el sueño demasiado tarde, …” 4 porque ese mar de la infancia no retiene los recuerdos, ni arrastra entre sus arenas, en ese devenir de anhelos, nada idealizado y no vivido. Y el río previo a ese mar se convierte en “gesto detenido de los brazos detenidos en un llamamiento al abrazo, en la nostalgia, más pura, en el río, en la niebla, en el sol debilísimo filtrándose a través de la niebla”. Agua que, sentencia, es: “la voz de la muerte que me llama”5 y la hace naufragar en sí misma y esperar “que un mundo sea desenterrado por el lenguaje”6 hasta no poder más y abismarse en su propio deseo de inexistencia y exclamar “yo sólo miro cómo se hunde esta barca […] / un niño cesa de respirar / una barca se hunde”, y desear “no despertar a las palabras /acuéstate en las arenas negras/ y que el mar te entierre…”7 o, en Aproximaciones “apenas devuelta de crepúsculos / de playa sola, de corazón silenciosa” mientras “una embarcación de papel atraviesa mi garganta/ adentro bogan los niños mendigos/andrajos audaces para despistar al viento /a la brújula al designio de la noche”.

 

Una búsqueda que se aferra a elementos naturales necesarios para la supervivencia de cualquier individuo, pero una búsqueda infructuosa. Necesaria sí, pero sin final feliz en el paraíso perdido. Viaje interior que todos compartimos a través de sus propias palabras, porque ella, generosamente, así deseó que fuera. Tantos versos, tanta angustia, tanto llanto, tanto anhelo expresado como alimento necesario: “Me alimento de música y de agua negra”8, cargado de premoniciones nefastas y heridas sin posibilidad de cicatrización. Un mar que recoge sus llantos “lloro, miro el mar y lloro. / Canto algo, muy poco / hay un mar. Hay la luz. / Hay sombras. / hay un rostro. / Un rostro con rastros de paraíso perdido. / He buscado. / Sino que he buscado/ Sino que agonizo”9 y que en sus diarios rememora con fervor en la imagen de Alfonsina Storni y su trágica claudicación. 

 

Cuánto de mareas intermitentes, de transformación anclada a los fenómenos meteorológicos, de éxodo a un paraíso imaginario, de decepción ante una memoria rota, una realidad incompleta, un líquido elemento que no alimenta. Cuánto de gritos de socorro expresados, de naufragios y abismos salvados temporal, momentánea, levemente, … Cuánto de dolor y heridas incurables que se acostumbran a la piel de quien las sufre. Cuánto de llanto, agua salada que desgarra cualquier playa como marejada incontenible e invasora. Cuánto de hallazgo de una misma y descreencia en el valor de ese ser real que pulula por ciudades, almas y abrazos necesarios pero insuficientes. Cuánto de Ulises desnortado y perdido sin hogar ni Penélope que la abrace al final de su éxodo. Cuánto dolor infantil sin consuelo posible…

 

 Lo que se vive en la infancia, alguien ha afirmado, es lo que nos marca. ¿Cuántas cicatrices invisibles se pueden inocular en un niño, una niña? El viaje iniciado por Pizarnik, necesario e inevitable, nunca hubiera curado esas llagas que la carcomían. ¡Qué difícil curar la soledad, la intemperie, las demoras de abrazos! Y el mar, como elemento insaciable en su cadencia, borra siempre las huellas del que pisa sus arenas, desintegra los cadáveres que flotan a la deriva y los transforma en alimento de otros. El mar, el ciclo de la vida y su esencia. El mar, sanador y destructor al mismo tiempo, espejo de un cielo que atemoriza por su inconsistencia, cuna y venganza, pero nunca definitivamente idéntico, tangible, completo… como la búsqueda de uno mismo, como la necesidad de vida de Pizarnik. 

 

Marea unos días, marejada otros, sus lágrimas borraron las huellas en la playa y decidió desterrarse por siempre para convertirse en palabras, ya sólo en esas honestas y destructoras palabras que la acompañaron en su personal odisea y que, quizás, en el último instante de su vida, encontraron sentido y la abrazaron maternalmente como sólo un mar, bajo el sol de cualquier verano, acogedor y familiar, puede conseguir en nuestros más infantiles recuerdos.

 

Levanto mis ojos a esta ventana que me separa de una orilla del Océano que compartimos y dibujo a una Alfonsina, con postura maternal, que acoge en su regazo a una Alejandra y la mece al ritmo lento de esta marea de hoy, iluminadas por un sol tímido de invierno. Y mis labios susurran casi inconscientemente: Todos los años el mar realiza un acto de alegría. La causa: la posesión de su amada Alfonsina Storni10. Quizás las gotas que chapotean en la orilla provengan del llanto de ambas al haber encontrado la belleza más allá de este mundo de vivos paridor de ese futuro cierto.

 

El mar, la mar, el poeta… la poeta rebelde e inconformista, valiente y tormentosamente vulnerable; la existencia o la muerte. Decidir y navegar, ese fue su poema.

 

Montserrat Villar González

Enero de 2021

 

Notas

 

1 FUENTES GÓMEZ, Josefa: Los emblemas poéticos de Alejandra Pizárnik. Revista Signos, 1997, 30 (41-42) 119-144. Universidad de Murcia.

 

2 Pizarnik: en los Trabajos o las noches.

 

3 Pizarnik: ibidem.

 

4 Pizarnik: en Extracción del sueño de la locura.

 

5 Pizarnik: en El sueño de la muerte o el lugar de los cuerpos poéticos.

 

6 Pizarnik: en Las uniones posibles.

 

7 Pizarnik: en Los poseídos entre lilas.

 

8 Pizarnik: en Los pequeños cantos.

 

9 Pizarnik: en Aproximaciones.

 

10 Pizarnik: en Los diarios.

 

 

Montserrat Villar González: Cortegada de Baños, Ourense, 1969. Professora-poeta, tradutora e aprendiz dos diferentes ofícios que alimentam a alma. Licenciada em Filologia Hispânica e Filologia Portuguesa, Pós-graduada em Espanhol Língua Estrangeira (E.L.E.), atualmente trabalha na sua tese de doutoramento. Além de ser autora de diferentes manuais didáticos é tradutora de poesia portuguesa e brasileira, publicou vários poemários e participou em diferentes revistas, encontros e recitais poéticos em diferentes países. Comprometida com a cultura e a igualdade, organiza e promove atos culturais e solidários de diferente índole.

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