Los vecinos de aquel sombrío edificio de apartamentos en Mexicali se reúnen todas las tardes a charlar y tomar lo fresco que regala con tacañería la caída del sol. Niños, mujeres y hombres pasan hasta muy entrada la noche parloteando de todo tema que se pueda pelar hasta la semilla para luego, ponerlo en la boca con ese placer que solo un amante del mitote es capaz de disfrutar, masticarlo como si fuera una guayaba, tragarlo como un huevo de tortuga y rumiarlo, rumiarlo hasta que el suceso sea como un vómito colorido en vez de un asunto entre azul y buenas noches.
El patio central se inunda de voces. El zumbido de una jarra llena de avispas. Más tarde, cuando el viento madruguete del desierto deja un helar de compañía inevitable en las paredes carcomidas, otros habitantes del condominio llegan. Gente de la calleja lunar: Hombres y mujeres que trabajan en las fábricas o armadoras, farmacias, estaciones de trenes o autobuses, garitas o licorerías, narcomenudistas, proxenetas y taxistas o gente de toda índole nocturna. Los patriarcas y matronas del barrio encuadrado en un espacio de cincuenta por cincuenta metros y diez pisos de altura. Hay un grupo que no nomás no se pierde una noche de tertulia si no que la alargan todo lo que el carácter de los demás vecinos lo permite. Primero llegan Anselmo y Gildardo: Ensambladores de coches japoneses, luego llegan Estanislao y Mauricio: Vendedores de droga, chicles y cigarrillos en los bares de la border-line, luego Enrique y Zaira: Proxeneta y prostituta de alto ejecutivo; por último, llegan Manuel: taxista y taquero cargando una cubeta de cerveza, Romina y Celeste: Vendedoras de tamales en un local de la plaza La Cachanilla. Se reúnen en el callejón de entrada y después de platicar sobre las vicisitudes del día intentan temas menos cotidianos. Zaira, que tuvo algunos estudios de licenciatura en trabajo social, rompe la transición con esta pregunta:
– ¿Cuál es la perversión que más guardan como el más íntimo de sus secretos?
Todos los hombres guardan silencio unos instantes mientras las mujeres hacen buya.
Estanislao es el primero que se confiesa, después de dar un largo suspiro.
– A mí me excitan las patas de las mujeres. Algo que me tortura desde joven. No soy feliz debido a eso. Las patas son algo de verdad sucio, según yo.
Romina se ríe a carcajadas y al tany se le encienden los rojos del rostro, mete ambas manos al bolsillo del pantalón y patea una colilla de cigarro que tiró Celeste.
Esta última mira las chispas de luz que despide el Marlboro que acaba de desechar y luego dice, con la vista en el suelo:
– ¡Mierda! A mí me excita, como no tienen idea, los gritos que dan otras mujeres cuando las golpean sus maridos. Es algo muy raro. En días pasados no pude dormir de calentura a causa de los gritos que pegaba la Cristina cuando el pinche malviviente del Josué le ponía su putiza. Me tuve que meter al baño a mojarme y.…pues ya saben…para bajarme la excitación.
– Ta´ cabrón eso, pinche celis -espetó Romina – ¿Eso significa que vas en chinga al baño pa´ tallonearte la rajada cada que mi exmarido viene a madrearme?
– No, amiga, contigo no me pasa.
– Más te vale. Nomás no se te ocurra quererlo coger porque la calentura te la va a bajar a punta de patadas ese mantenido.
– ¿Y tú, Manuel? -pregunta Estanislao.
– Este…no sé si decirlo…miren: Nunca he hecho nada malo…es decir. Me gusta mucho ver mujeres con falda de colegiala.
– ¿Menores? -pregunta Zaira.
– ¡No! ¡No! ¡La falda! Es la puta faldita a cuadros. Si se lo trae vestido una anciana es para mí lo mismo. ¡Algo incomprensible! Es posible que se comprendiera mucho más fácil si les dijera que me gustan las jovencitas de la prepa o la secu…pero no es así. Tengo hijas de esas edades, ustedes saben. Solo son las malditas faldas.
Mauricio no para de reír. Y se dirige a una de las tamaleras, queriéndola abrazar.
– ¿Y tú, Romina?
– ¿Eh? ¡Nada! ¡A mí no me pervierte nada, pinches enfermos…¡ok ok ok! Me gusta que me golpeen cuando me cogen. Duro, en las costillas y las nalgas. Que me den la desgreñada: Es lo mejor.
– ¿También te gusta el vapuleo cuando no te cogen? pregunta Zaira riendo.
– ¡Pues mira! …quizás sí. Mira, lo pienso y quizás sí…me guste un poco.
– ¿Ya ves? -Celebra celeste con triunfo- Si yo sé que esos gritos tienen algo de sexual, pinche enferma.
– ¡Enferma tú, culera!
– ¡Tú! ¡Yo jamás permitiría que un pendejo me pegue cuando me coge…y dioquis, menos!
– ¡Ya! Cállate pendeja… ¿Y tú, pinche huicho? ¿Qué te enferma?
– Las putas…pero es algo triste.
-Tu mamá, que en paz descanse, ¿era puta? -pregunta Zaira conteniendo la risa.
– Chinga tu madre, si es que la tienes, mensa. Es que…no sé. Digo triste porque no me emociona el corazón para enamorarme de mujeres decentes. Nomás las pirujas me mueven…y entre más jodidas se vean, mucho mejor.
– ¿Por qué triste? Le pregunta Manuel.
– ¡¡¡Pues porque me apendejo y me enamoro!!!
– Pobre…
– Sí, pobre -secunda Estanislao… ¡entonces! ¿Esa carta que te encontré escondida en la gorra era para la puta de la cantina? ¿La Güera cochambre? ¡No mames! Lo traigo aquí en la billetera.
– Léelo -grito Enrique y todos dijeron: ¡Sí!
-¡Ejem!
– No chingues -murmura Mauricio con un nudo en la garganta.
– ¡Ejem!: “Prefiero que pervivas como Fauna, esa hembra mitológica poseedora de todo eso que es sublime, de toda esa cosa bestial… emperatriz pues de todo este limbo que me naturaliza y me apoetisa, a que mueras como lo que en tu realidad eres: Una mujer cualquiera”
– No mames! Que curada está tu poema, güichito -le dice Zaira con una mirada de genuina emoción.
– ¿Sí verdad!? Responde Mauricio con tono de orgullo.
– Pendejo tú chillando por la güera quesera cuando aquí tienes tu papelito prieto para que lo mojes con tu tinta de verbero -dice Zaira y luego lo abraza tiernamente y agrega: -abrazo grupal para el pendejo del huicho, el poeta del lupanar.
Todos rieron a carcajadas. Casi todos van a abrazarlo. A Mauricio se le salen algunas lágrimas.
Anselmo aprovecha para darse la media vuelta e intentar huir del confesionario. Enrique grita:
– ¡Hey, hey, hey! Se va el chemo.
– ¡Bah! ¡Chinguen a su madre! A mí, la verdad, me gustan un chingo los hombres.
– Eso ya lo sabemos. No mames -le grita Romina riéndose.
-Es decir, los viejitos.
-Ta’ cabrón -agrega Estanislao tapándose la cremallera del pantalón y recargando con fuerza las nalgas contra la pared. Se sonroja, ya está cumpliendo los sesentaiocho años. Todos lo ven y sueltan una nueva carcajada. Anselmo se pierde en la oscuridad de la escalera, sin hacer ruido.
– ¿Y tú, Enrique? Pregunta Romina.
– Yo soy de rancho y los de rancho no tenemos esas enfermedades. Somos muy cogedores y quien coge mucho no anda buscando tres pies al gato. Dominar la bestia es dominar el cuerpo y, quien domina el cuerpo domina la mente y el que domina la mente lo domina todo…hasta la gripa.
– Seguro, acabaste con todo el animalero del corral -dice jocoso Mauricio, recién recuperado de la caída emocional.
– ¡Y sí! ¡Oye! Ese caldo de gallina que nos sirvió tu mamá la vez que fuimos a tu pueblo, allá cerca de San Quintín…es decir, muy rica, y.…este…o sea, pregunto: no mataste a la pobre gallinita de un vergajazo ¿verdad? -Inquiere, muy serio, Manuel. Y Mauricio empieza a pasearse por todo el pasillo con un bulto de basura puesto sobre la bragueta, justo donde tiene el pene y simulando una cópula mientras vocifera como gallina:
¡¡¡Cococococo-cooooo! Cocococococo-cocococó, cocococóoooooooooooo!!!
Todo es pura risa y palabras de burla. Alguien del sexto piso grita: “¡Ya dejen dormir, culeros! ¡Mañana entro a las cinco a la maquila, no chinguen!
Enrique mira el reloj. Toma asiento sobre la banqueta y se queja.
– Hay que bajarle ya. Putos vecinos llorones. No vayan a mandarnos otra vez la jaila. Vamos a pistear calmaditos como venaditos, calladitos semos más bonitos.
– Calladitos -dijo Zaira.
– Caaa-llaaa-diii-tos -terció Estanislao, murmurando.
– Y sí, las chivitas son muy cariñosas -dice Enrique en voz baja.
Ríen de nuevo tapándose la boca.
– ¡Qué perro asco! -lamenta Zaira.
Estanislao habla con tristeza:
– ¿Acaso mi perversión nada tiene de interesante a su juicio? Si supieran lo útil que es.
– ¡Shhhhh! ¡Ya cállate, pinche viejo! No nos hagas reír -termina Celeste.
Hay un espacio de silencio que abarca unos ocho minutos. Se escuchan gatos peleando sobre las azoteas y los perros se alborotan, ladran, gruñen. Y la plática a murmullos continúan en medio del escándalo de los animales.
A las cuatro de la mañana, Romina, Isabel, Estanislao, Manuel, Mauricio y Gildardo, se fueron a dormir. Solo quedaron en el patio, como siempre, Enrique y Zaira.
Más tarde, casi al amanecer, alguien observa todo; hay un silencio notable y espeso; solo la sirena de un camión de bomberos, de una ambulancia o patrulla, o muchas veces disparos de arma de fuego cortan la densidad oscura y zumbona de la noche como un cuchillo. El hombre está sentado sobre un banco y con unos binoculares de militar enormes e infrarrojos. Es Gildardo. Hombre de pocas palabras, temeroso de la soledad y del silencio o escándalo de la noche ciudadana. Buen vecino y de buen vivir. Salió huyendo del interrogatorio de Zaira porque no le gusta mentir. Su perversión bien puede ser ofensiva. No podía contarles que los espía todas las noches y que, debido a eso, sabe muchas cosas sobre sus vidas. Según Gildardo, su perversión, aunque parece sana, es la más perjudicial y peligrosa, triste y abyecta porque solo es posible practicarla en soledad, la más triste de las soledades: La que necesita acompañarse con los secretos o vivencias de los otros sin que aquellos deban alguna vez enterarse. Una forma de vivir: cargar con las secretas perversiones y manías de otras personas. A Gildardo le llena la vida saber tanta cosa maldita. Le gusta verlos de frente mientras platican como si no tuvieran vicios. Le gusta saber que todos mienten siempre hasta cuando hablan un poco sobre su corazón o aquello que les remuerde la conciencia. Por ejemplo, a Manuel, no solo le gustan los vestidos de colegialas: También se masturba oliendo las pantaletas de sus sobrinas que viven enfrente; cuando la madre de las jovencitas no está, que sucede muy seguido, Manuel se mete a la casa y esculca entre la ropa hasta dar con las prendas que requiere su fantasía.
Enrique miente al decir que le gusta tener sexo con animales. Zaira le hace favores especiales y lo sodomiza todas las noches vestida con un uniforme militar y armada con un aparato que se amarra en la cintura.
Celeste golpea a su madre anciana y al parecer, esto le causa placer pues nomás deja a la infortunada vieja vapuleada y llorosa corre al baño para bajarse la calentura a cubetazos de agua helada; a veces, Gildardo alcanza a ver sus pechos pequeños, la mirada extraviada en un éxtasis y entretenimiento cercano bajo sus manos, los pezones negros erectos. Que mujer enfermiza: Odia a esa pobre madre mancornadora pues engañó a su adorado padre con otro hombre y debido a esto, aquel se suicidó. Romina es, al parecer, la menos enferma de todas: Sostiene una relación sentimental con Estanislao, quien es el padre de su ex-marido drogadicto y violador. Ha visto como el viejo le da masajes antes de dormir poniendo especial atención en sus pies y nalgas. Es una relación más parecida a la de un padre y una hija solitarios a la de un par de amantes furtivos y feroces de la media noche; después, hacen el sexo con una lánguida y exasperante tristeza.
Mauricio, se pasa las noches escribiendo poemas vestido con la ropa que portaba su madre cuando la asesinaron en las afueras del bar Punta Arena, en Tijuana.
Anselmo, gusta de ver películas pornográficas mientras se masturba, algo normal, pero más tarde, cierra las cortinas de la ventana, pero el aparato que transmite escenas sexuales y nada más continúa encendido y la figura de ese hombre hasta entonces ordinario se proyecta a través de las cortinas. La sombra inquieta y alerta de Anselmo se distingue como si estuviera sentado muy cerca del televisor, se mueve como si tuviera culpas, y voltea constantemente a su espalda, hacia la ventana, como si presintiera o no quisiera que alguien más viera lo que él ve; se alcanza a saber que sigue viendo pornografía, aunque la televisión este sin sonido.
– ¿Qué está haciendo? ¿Porque cierra la ventana y baja el volumen de la televisión? Por qué actúa con culpa y nerviosismo -se pregunta. Anselmo le obsesiona y espera, por salud mental, que un día abra la ventana de par en par y muestre que es lo que ve. Cuando este vecino apaga las luces, Gildardo se va a dormir decepcionado. Ha sido hasta ahora el vecino que más le ocupa sus horas de voyerista.
Pero ahora hay nuevos vecinos. Gracias a ellos, las noches tras los binoculares infrarrojos han mejorado bastante. Se siente comprometido con la historia de ese cuarteto de jóvenes. Hay algo raro allí. Hay una mujer entre ellos. Es lo más hermoso que han visto sus ojos. Piel blanca, muy delgada y piernas largas, labios gruesos, nariz pequeña, dientuda, pecosa, pelirroja hasta del pubis, caderas amplias y pechos muy pequeños de botones también rojizos. Un sueño de mujer. Los otros tres, hombres como de entre veinticinco y treinta años de edad, no parecen sostener ningún vínculo con la jovencita. Al parecer todos son estudiantes de algo relacionado con el arte y la música. Salen del apartamento cargando guitarras, computadoras y cámaras de video. Todos son extranjeros, se les nota en la piel y sus modos de andar. Nunca hablan con nadie y se comunican entre ellos en un idioma que no es inglés. Una vez, vio a la jovencita y a uno de los muchachos, quizás el más viejo y de raza negra, en un acto sexual muy extraño. Hubo el desnudo, la cópula, los gritos estridentes, pero no había pasión ni deseo; un acto mecánico y hasta artificial. Luego, desaparecieron del ámbito de la ventana y hubo silencio. Minutos después, la chica aparece de nuevo gritando y bañada en sangre; el chico negro trae un cuchillo en la mano y la somete; pone el cuchillo sobre uno de sus pechos y empieza a cortar; la chica grita, las luces se apagan. Se encienden después de cinco minutos: El cuarto está vacío y no hay rastros de nada que sugiera que se cometió un crimen; nadie más aparece a través de la ventana; todo queda en silencio. A los días ve de nuevo a la chica y a los jóvenes igual que siempre: En silencio y con prisa; la mujer no actúa como si estuviera sufriendo y no se le ven heridas por ningún lado. Esa escena se repitió en muchas ocasiones: Sexo, gritos, violencia, nada de pasión, nada de deseo y los infaltables intentos de mutilación con la diferencia de que a veces era el chico negro, a veces era el muchacho enorme y barbado o el bajito, moreno y con piercings colgados por todo el cuerpo. Pero una noche en que las luces del cuarto se apagaron, sucedió la primera diferencia a lo que sucedía en las otras escenas: Las luces se encendieron pero esta vez con una tonalidad púrpura acompañada de unos relámpagos de distintos colores; apareció el muchacho gigantesco cargando el cuerpo de la chica; los tatuajes le brillaban como anuncios luminosos y sus ojos eran totalmente oscuros; depósito el cuerpo de la mujer en la cama, sacó un cuchillo y comenzó a desmembrarla; la sangre de Gildardo empezó a correr por sus venas de manera vertiginosa y el corazón le latía con fuerza; corrió a su cuarto para tomar su videocámara y grabar todo aquello; salió al balcón para tener una mejor perspectiva y, en la desesperación por captar el crimen espantoso, encendió sin querer la luz artificial de la cámara; el asesino volteó hacia su posición, viéndolo con sus ojos oscuros y gritó señalándolo con el dedo unas palabras que no entendió; apagó la luz de su cámara, fue de prisa a esconderla a su alcoba y, cuando regresó la ventana, las luces del departamento que espiaba se habían apagado; escuchó pasos presurosos; al asomarse por el balcón, vio que el joven negro y el gigante barbado cruzaban corriendo el patio con rumbo hacia las escaleras de su edificio. El terror se apoderó de Gildardo. Sintió un frío glacial invadirle las entrañas y sus labios comenzaron a temblar, la vista se le nubló en un ligero desmayo y la respiración le faltó. No se le ocurrió otra cosa que tratar de huir hacia el único lugar que era posible: La azotea. Sabía que los jóvenes debían de estar ya en el segundo piso; no lo pensó dos veces y tomó camino hacia la salvación a toda velocidad y totalmente desnudo. Mientras asciende los cinco pisos que lo separan de los asesinos, piensa en qué al fin su perversión tendría consecuencias y estas serían de muerte. Siempre creyó que si lo descubrían lo más que pagaría sería con algunos huesos rotos, algunos dientes, quizás un ojo o quizás y en el peor de los casos, una mordida de cuchillo en alguna parte de su cuerpo; después de esto lo de menos es la cárcel. Llegó a la escalerilla de la claraboya que permite el paso a la azotea y se puso a llorar de miedo. Estuvo a punto de gritarle a sus compañeros de tertulia, pero nomás recordó las perversiones que escondían con celo tras las paredes de sus alcobas se arrepintió pues sabía que tendría que explicar que pasaba y eso no era bueno. Ellos se enterarían de que los espiaba y que sabía muchas de sus cosas más íntimas. Era posible que también lo mataran pues, mucha gente, por ocultar sus más bajas pasiones, es capaz de cualquier cosa. Él, lo único que tenía para ocultar su perversión era la muerte. Un nudo de terror le estranguló la garganta cuando escuchó los pasos del par de jóvenes muy cerca ya. Subió al fin a la azotea tratando de hacer el menor ruido posible; desde allí se alcanzaba a ver toda la ciudad; se sintió sorprendido por el hecho de que jamás antes se le ocurrió subir a la azotea y ver todo ese espectáculo luminoso y callado; suspiro y se dio cuenta que de verdad estaba enfermo, enfermo de la más deplorable soledad; pensó en la infinidad de cosas que sucederían en todas y cada una de las miles y miles de casas que están sembradas acá y allá; pensó en todas las perversiones que existen bajo ese cielo y en todas las maldades que se llevan a cabo a diario a nombre de las pasiones más bajas; un viento helado le besó todas las partes del cuerpo; respiró profundo y se sintió más vivo que nunca, más vivo y con una levedad en el pensamiento, como si se hubiera quitado un gran peso de encima. Unas ganas inmensas de vivir lo asaltaron; lamentó todas y cada una de las veces que espió a tanta gente; pensó que su perversión no le traía en si un placer concreto si no que era una sensación extraña de la que no podía prescindir ni un solo día; no era un placer que se pudiera explicar; la sensación era más parecida al miedo de morir que sentía ahora y eso le pareció grandioso; ni siquiera era un miedo que se pudiera explicar, no era tampoco el miedo a ser descubierto; era él, era un ser que le habitó el alma quien sabe por qué; se le antojo un demonio que lo empujó poco a poco hacia la perdición. En esos momentos, los asesinos acababan de llegar; lo vieron un largo rato, con ojos fríos y ninguna expresión en el rostro. Se dirigieron a paso lento hacia él. Comenzó a clamar en voz baja por su vida. El negro le hizo una señal de silencio mientras el gigante barbado lo grababa todo con una pequeña videocámara. Filmarían su muerte, de eso no le quedó duda pues lo mismo hicieron seguramente con la chica pelirroja. Era un castigo justo, pensó. La adrenalina le invadió el corazón y el instinto de supervivencia le hizo correr con todas sus fuerzas en dirección al vacío, al llegar a la orilla de la caída, tropezó y quedó colgado a dos manos de la cornisa. El gigante barbudo seguía filmando y el negro lo miraba a los ojos, con una sonrisa tranquila. Estuvieron los tres conversando en silencio, con las miradas. Gildardo ya no soportaba más y las fuerzas lo abandonaban; fue en esos momentos cuando el gigante lo tomó del brazo y lo sacó del abismo de terror e incertidumbre. Se sentó en el suelo y con la vista clavada en las alturas, con un gesto de perdón sin respuesta, les preguntó por qué lo habían salvado. El negro le contestó en perfecto español: “No somos asesinos. Usted sí, amigo mío, está muy mal de la cabeza” Le dieron la espalda y se alejaron platicando en ese idioma que nadie entendía y haciendo referencia hacia la video cámara como si fuera un trofeo. Se puso de pie y se acercó a la orilla. Abajo estaban los cuatro jóvenes. El negro, el muchacho de los piercings, el gigante barbado y la chica pelirroja. Ella le hizo una seña de adiós con la mano. Se fueron sin prisa y en silencio hacia su departamento. Gildardo se quedó cavilando unos minutos y luego se arrojó al vacío.
Noches después, los tertulianos de la madrugada platicaban sobre el suceso y por más que le buscaron motivos o explicaciones a la muerte de su amigo no encontraron ninguna que les fuera satisfactoria. Ninguno siquiera imaginó que se había suicidado.
– Se necesita estar muy enfermo de la mente para lanzarse de cabeza desde tan alto. Diez pisos le rompen la cabeza hasta a un elefante. El Gildardo no era de esa liga de locos que se avientan de los puentes como los putos poetas. Esos pinches holandeses lo han de haber matado los culeros pues nomás recogieron lo que quedó del pobre Gil se largaron quien sabe a dónde putas madres -afirmó Manuel.
– Sí, eran bien raritos esos muchachos -secundó Zaira.
– Este pobre gilillo; también era bien rarito -agrega Estanislao.
-Pero no tanto como para que lo mataran o como para que le diera por hacerla de Superman y aventarse desde tan alto -comenta sin mucho entusiasmo Enrique.
– El caso es que se lo cargó la verga bien feo. Dice el Anselmo que quedó irreconocible -le responde Romina.
– ¿Lo vamos a extrañar? -pregunta Celeste.
– ¡Claro! No era muy platicador, pero uno se sentía acompañado y protegido cuando estaba él siempre recargado el pobre en ese mismo pinche pilar. Responde Mauricio. Lo extrañaremos, si señor, y salud por el buen Gildardo y la Zaira, que desapareció del barrio sin despedirse ni dar explicaciones; ojalá no la hayan matado.
– Los extrañaremos, salud por ambos -dijeron todos.
– Se murió por pendejo – se dice Zaira semanas después, mientras deambula por una calle solitaria en busca de clientes. Le dio una fumada a su cigarrillo de mariguana y le dijo a su compañera:
– Lástima. Se veía tan modosito, pero se me figura que en la cama era un pinche enfermo. La de revolcadas que nos hubiéramos dado. Lástima, de veras me gustaba mucho el cabrón.
– ¿Era tu mayate?
– ¡Ojalá! Nunca tuvimos nada que ver pero lo extraño como si hubiéramos vivido juntos…extraño su mirada…es como si esos ojos me hubieran visto desnuda desde hace muchos, muchos años.
Waldo Contreras López.
Narrador y poeta. Nacido en Culiacán, Sinaloa, Mexico.
Licenciado en psicología. Estudiante de Lenguas y literatura hispánicas para la Universidad Autónoma de Sinaloa.
Colaborador en Revista “Pitraña”, México (narvíboros). Colaborador, editor y columnista en Revista “Delatripa”, narrativa y algo más. Ha colaborado en Revista “El Guardatextos” y Revista poética “Azahar”.
Actualmente radica en Guadalajara Jalisco, México.