El Diablo suele reírse de vez en vez | Waldo Contreras López
Tenían apenas dos años viviendo en aquella desolada región ubicada en el desierto de Sonora. Desde que muriera su esposa recorrió la mitad del país buscando un lugar para olvidar. El silencio fue una cura efectiva y ahora se siente feliz, aferrado al cariño de su hijo quien crece rodeado de la más bruta caricia de la naturaleza. Las únicas preocupaciones que tiene son parte de una realidad tangible fácil de controlar: Trabajar, cuidar a las gallinas y conejos del hambre perpetua de los coyotes, desechar cada cierto tiempo las llantas que recambia a los pocos automóviles que circulan por los estrechos caminos e ir a la ciudad por víveres.
Duerme bien durante seis horas exactas y usa otras tres a la vigilia, con la poderosa escopeta de doble cañón siempre aceitada y cargada junto a la cama; para no des acostumbrarse de la vigilia se sale al patio en noches sin luna a contar estrellas o descubrir si hay alguna novedad en el cielo, a veces canta, a veces silba o a veces simplemente habla consigo mismo y en voz alta para espantar las ánimas mientras hace algunos movimientos con el cuerpo para espantar el frio. La vigilia es muy necesaria, aunque parezca que nada pasaría en un lugar como aquel: Tiene un hijo de quien ocuparse y un hombre dormido nunca será buen padre. Ese universo desértico y silencioso gira en rededor del único lazo emocional que lo pone en dos pies sobre el mundo día tras día.
Aquella era una tarde como cualquier otra; estaba terminando de preparar la cena cuando escuchó la detonación. Se quedó paralizado hasta que los ecos del estruendo se extinguieron estrellándose contra los cerros. Los pocos vecinos y viajeros que pasaban por esos caminos le habían advertido en varias ocasiones sobre los asaltantes que estaban asolando la región. Le contaron que el grupo de malvivientes no se tienta el corazón para dispararle al que se oponga a sus criminales intenciones. Aun así, se atrevió a enviar al joven Joaquín a tirar los neumáticos de desecho al fondo de la cañada que está pocos kilómetros de su hogar. Salió en seguida con la escopeta en la diestra y tomó la carretera en dirección al vertedero. No tuvo que caminar mucho; allá esta la vieja camioneta detenida a mitad de la vereda. Llama al joven a gritos y silbidos hasta llegar al sitio. Nada. Solo los ecos de su voz y el canto de las cigarras le responden. Examina el lugar para ver si encuentra algún rastro. Nota que una de las ruedas de la camioneta está desinflada y entonces surge como siempre la vana esperanza: quizá los asaltantes le dispararon a la rueda para detener el vehículo por si acaso su hijo intentaba huir. ¿Pero, en donde estará entonces? La peor idea regresa a su cabeza corregida y aumentada: quizá los maleantes se lo llevaron a rastras lejos del camino y lo mataron a golpes o cuchilladas. La noche se acerca; quiere encontrar el cadáver antes de que los coyotes lo devoren. Se mete entonces rumbo al valle, temblando, la mandíbula trabada, los ojos arrasados de lágrimas y lamentando que su esposa este muerta; lamenta haber terminado en aquel páramo solitario en donde metió a su hijo, huyendo de los recuerdos, para que se lo mataran una bola de desalmados; lamenta haber permitido que se le juntara tanto cacharro; lamenta no haber desechado antes y él mismo las malditas llantas.
Cayó la noche y se siente perdido. En medio de la oscuridad y el escándalo que traen los animales nocturnos, escucha voces lejanas. Guarda silencio; escucha entonces la risa de varios hombres rumbo al lugar donde está la camioneta; los faros del vehículo se encienden y enseguida se escucha el sonido del motor. No lo piensa un segundo y sale corriendo del valle: los malditos criminales que han regresado por lo poco que le queda. No supo cuántas veces tropezó; no supo cuántas veces estrelló su cuerpo contra los enormes cactus y rocas que encontró a su paso. Cuando llega al lugar de los hechos, ve a su hijo en compañía de varios sujetos. Cuando se para ante ellos, está totalmente revolcado, sangrante y con espinas enterradas hasta por debajo de la lengua. El muchacho rompe el silencio con la pregunta: ¡pero padre! ¿¡Que carajos te pasó!?
Está más vivo que la noche. Los hombres que lo acompañan son tres vecinos del pueblo que está nomás a la siguiente hondonada. Al canijo muchacho se le hizo más fácil ir con los vecinos que regresar a casa por un gato hidráulico y un neumático de repuesto. El tronido que escuchó había sido el de la rueda vieja que reventó cuando el joven metió la pesada camioneta en uno de los miles de baches que hay sobre el camino. Se derrumba a reír, con la cara al suelo, golpeando la tierra con pies y manos mientras uno de sus vecinos le dice: caray Miguel, ¿tanta llanta que traes cargando y no puedes instalar en la camioneta una de repuesto para estas situaciones? ¡Ni siquiera traes herramienta! ¡Bien dice el dicho! En casa de herrero, asador de palos. Se pone en cuclillas y levantando la vista al cielo con solitario sarcasmo dice para sí mismo: “Mañana mismo nos largamos de este desierto de Satanás! ¡Tanta soledad me está volviendo loco!”
Waldo Contreras López. Narrador y poeta. Nacido en Culiacán, Sinaloa, Mexico. Licenciado en psicología. Estudiante de Lenguas y literatura hispánicas para la Universidad Autónoma de Sinaloa. Colaborador en Revista “Pitraña”, México (narvíboros). Colaborador, editor y columnista en Revista “Delatripa”, narrativa y algo más. Ha colaborado en Revista “El Guardatextos” y Revista poética “Azahar”. Actualmente radica en Guadalajara Jalisco, México.