Cultura

Solo de voz en La Habana | Pedro Sevylla de Juana

 

Sinopsis 

 

Épica y lírica unidas, Solo de voz en La Habana, es el libro número treinta y cuatro de los publicados por Pedro Sevylla de Juana. El autor fue galardonado con el Premio Internacional Vargas Llosa de novela. La acción transcurre a finales del siglo pasado y principios de este. El protagonista, Honorio, es parte importante del coro de cantores integrado por aficionados a la zarzuela, llegados de diversos lugares. Entre ellos, de un Kosovo inmerso en la guerra de los Balcanes, de la gran Argentina o de la Cuba nueva. Virgilio, el narrador, no pertenece al coro. Va a las representaciones debido a su amistad con Honorio, antiguo compañero en estudios de latín, griego y las literaturas clásicas. Escritor ya publicado, toma nota mental de todo, porque, en realidad, pretende escribir una novela, argumentada en las peripecias individuales y las relaciones originadas entre cantores.

Muestran su capacidad de avance el amor y la amistad, dos líneas paralelas que, al encontrarse, originan el infinito. En España, Estados Unidos y Cuba, avanza la trama, alcanzando una meta inalcanzable. Se trata de una catarata ascendente, de una montaña rusa literaria, de un caleidoscopio de acontecimientos en evolución. La resolución de las sucesivas incógnitas planteadas, junto al lenguaje sencillo y preciso, proporcionan estímulos para que el lector, disfrutando de la página en curso, desee llegar a la siguiente.

 

Fragmento del capítulo CINCO acerca de la guerra de Kosovo

 

Dispuesto a tomar cuanto antes lo que el conjunto ofrece al escritor, hablo con Honorio, confesándole sin rodeos mi objetivo, solicitando de él la apertura de un resquicio para entrar y abastecerme. Metidos ambos en harina, cada uno en su costal: yo indagador y mi amigo colaborador necesario, dos días más tarde convoca él al kosovar del grupo. Conozco entonces a Isa Obilic, hijo de serbio y albanesa, quien hubo de abandonar Pec, más para sacar del horror a sus mujeres, que por evitar la leva del ejército yugoslavo. Esposo y padre tomó partido por las damas de su casa, quienes, en un exilio inevitable, iban a necesitarle mucho más que la guerra. Los tres nos proponemos pasar una tarde de charla cordial e instructiva, sentados en la terraza de un café inmediato a la Plaza de Isabel II. Atacamos temas más y más complejos, partiendo de la estancia de Isa en la ciudad, de la valoración personal de nuestra forma de vida, adentrándonos en su propia trayectoria convulsa. A intervalos irregulares jugamos varias partidas de ajedrez. Rápidas, pues tanto, la oposición de Honorio, como la mía, duran bien poco. Hablamos de su tierra, de la historia tallada por los conflictos, de las esperanzas puestas de nuevo en el futuro. Por lo escuchado, entiendo a los nacionalismos balcánicos llegados de antiguo. Si bien, ciertamente, no han sido siempre visibles. Pasan años larvados. Los habitantes de distintos orígenes conviven sin hallar diferencias entre ellos, hermanados, hasta que, un visionario, prende una chispa en los ánimos y los hace enemigos. 

 

En uno de esos plácidos períodos, sin reparar en la divergencia de cuna, se enamoraron sus padres, contrayendo matrimonio tras un noviazgo prolongado. Nació Isa de la unión, naciendo, después, sus tres hermanos: una chica y dos chicos. Poco antes de empezar la contienda, con la que el siglo quiere despedirse, los varones ingresaron en el ejército de la república. En el transcurso de la lucha, uno de ellos, el tercero, perdió la pierna izquierda. Le amputaron la extremidad en un hospital de campaña carente de medios y asepsia, estando en un tris de entregar la vida a una causa, la serbia, que no le era del todo indiferente.

 

Algo o mucho debió de influir el padre, sospecha Isa. Habiendo escuchando el anciano, cabe dentro de lo posible, la vieja voz de la patria antigua; situado por los acontecimientos frente a una razón muy débil, ya incapaz de acción propia, hablaría al hijo tercero. El vástago siempre escuchó el canto paterno, fuera cual fuera. Oyendo, ahora, de nuevo, su tonada. Algo hubo de añadir el progenitor profundizando la hendidura. Al menos eso supone Isa, quien, al llegar a este punto de la confidencia, tiene los ojos brillantes, inundados de unas lágrimas pobres, controladas apenas por su sentido de la hombría. La chica, cuya balanza interior se inclinó al cabo del lado albanés, inició una huida sin meta fijada. Deambuló a través de las montañas acompañando a unos tíos, hermanos de su madre y a otros vecinos también desesperados. 

 

La población de Kosovo sufre estrecheces en el discurrir diario de la vida. Además de los alimentos escasea el combustible -los poseedores de vehículo tienen derecho a veinte litros de gasolina cada mes- y son constantes las restricciones eléctricas. Esto refiere Isa en su castellano trabado por carecer de suficiente práctica. La aflicción se ha replegado dando paso al orgullo del experto, atravesando un terreno bien conocido. En su lenguaje impreciso, con exactitud de contable, solo como curiosidad ilustrativa, explica el kosovar que las cocinas de carbón y leña, consideradas antiguallas de un pasado remoto, se han convertido en artilugios muy demandados. Alcanzan, es preciso decirlo, un alto precio en el mercado clandestino.

 

El presidente Milósevic pierde a raudales la popularidad, pero cuenta con partidarios muy suyos, capaces de seguirle al desastre. Isa mantiene contacto con algunas organizaciones humanitarias. Cada día se acerca a la oficina de Médicos sin Fronteras, para hacerse una composición de lugar y, al paso, ver si oye noticia de los suyos. No es de extrañar, saberle al tanto de lo ocurrido en los campos de refugiados de Albania y Macedonia, donde la superficie considerada mínima para cada persona, tres metros cuadrados y medio, no puede respetarse; resultando, por ello, insufrible la aglomeración. El agua potable, tan poco valorada en la abundancia, se limita a siete litros, o a cinco en ocasiones excepcionales, más y más repetidas. Cinco o siete deben ser suficientes para preparar la comida, ahogando la sed durante un día entero de veinticuatro horas largas. Pretendiendo hacerse una idea acertada del trastorno originado por la insuficiencia, midieron, él y su esposa, la cantidad exacta. La apartaron en recipientes -ánforas repletas de monedas de oro, cofres rebosantes de piedras preciosas- cuyo líquido contenido aumentaba de valor mientras transcurría el tiempo y descendía el nivel. Trataron de abastarse de ella un domingo. Aseguran que, a las cuatro de la tarde, a pesar del esfuerzo, hubieron de incrementar la ración. Según cuentan, la ayuda internacional no llega a la zona en la cuantía necesaria, resultando insuficientes los brazos voluntarios, incluso siendo numerosos como son. 

 

Permanecen los efectos desastrosos de los bombardeos en el medio ambiente. Los daños causados son cuantiosos y tardarán tiempo y tiempo en desaparecer las secuelas. La destrucción de las industrias químicas, de sus recipientes llenos de peligro, alejan a los niños mediante el inoperante dibujo de una calavera. La destrucción de las refinerías de petróleo, miles de barriles vaciando una emulsión pastosa, maloliente, oscura, invade la tierra y el agua, tiznándolas, aceitándolas, corrompiéndolas. El destrozo de las centrales eléctricas o nucleares, liberador de millones de kilovatios hora y escalofriantes cantidades de roentgen, son caballos llevando sobre el lomo enfermedades temibles. La destrucción, en suma, ha perjudicado de modo notable a los ríos -el Danubio entre ellos- indefensos receptores de los vertidos tóxicos. El color verde puro, el de las hojas sanas, ha huido, sin saberse si regresará algún día.

 

De calibre tan grueso como las apuntadas, son las nuevas que, entregan a Isa, los compatriotas arribados de los campos de esa costa tranquila. Suministradora, no obstante, de aviones de combate y pilotos diestros en vuelos de guerra. Pero no todo ha de ser negrura. El nacionalismo serbio, representado por el presidente Milósevic -ganador de todas las elecciones desde el ochenta y siete- da muestras de debilidad. A los ojos de los observadores más perspicaces, voces y gestos, emergen algunas contradicciones en el trato diario de los gallitos del régimen. 

 

La desazón de Isa no arranca de su suerte, pues, en lo que cabe, se considera afortunado. Esto lo acepta. Al decirlo sonríe con un rictus contagiado de leve amargura. Tiene trabajo al igual que su esposa. Hace de guarda nocturno en un almacén industrial. Es doble la ventura de conservar ese puesto, pues le permite cuidar a las niñas de día, durante las horas dedicadas por su mujer a la limpieza de algunos hogares, contratada por lapsos medidos. Aunque no son las suyas estas ocupaciones, se van arreglando. Por eso, la pesadumbre le viene de su tierra y resulta fácil de comprender. 

 

En Pec, una ciudad fantasma, cuya visión impide creer que alguna vez alcanzó los ochenta mil habitantes censados, las ruinas ensombrecen el paisaje. Pocos edificios permanecen en pie, calles y plazas han desaparecido bajo los escombros. Una maldición bíblica parece haberse cumplido contra los hombres y sus pertenencias. Los albanos, huyendo de la brutalidad serbia, se refugiaron en los campamentos de Albania y Montenegro. Ahora, cuando regresan a su tierra, a la menor oportunidad fuerzan a los serbios a huir, quemando sus viviendas u ocupándolas contra la voluntad de sus dueños. Si alguna conciencia queda intacta para afear la conducta de los vengadores, la callan los recuerdos de las torturas sufridas, de las violaciones de mujeres y niñas, de las matanzas indiscriminadas y el intento de exterminio que antes se produjo. El barrio de Gruda, cascotes y ceniza, presenta un aspecto desolador, pues la generalidad de sus construcciones ha sido incendiada. El metropolitano ortodoxo, Filoquio, un hombre piadoso residente en el Patriarcado, denuncia las arremetidas lanzadas contra la población serbia, la quema de sus casas por miembros del Ejército de Liberación de Kosovo. Pide a las tropas italianas protección, pero los soldados no se presentan o lo hacen con tardanza, cuando los hechos violentos ya han obtenido sus frutos de barbarie.

 

A dos kilómetros de Pec, una aldea de cincuenta viviendas separadas entre sí por la tierra de labor, está el lugar de nacimiento de Isa. Pero él se dice de Pec, como yo de Sahagún, sin serlo. Acaso para evitar prolijas explicaciones, puede que por darse aires. Sus padres, tozudos y amantes del terruño, se quedaron en la aldea, sobreviviendo a más de setenta bombardeos. Dada su condición de matrimonio mixto, ambos bandos les reconocen la neutralidad. Consideración quebradiza porque, apoyándose en idéntico principio, si el viento viniera, de pronto, en contra, bien pudieran ser considerados enemigos por unos y otros beligerantes. En el estertor de la batalla, los francotiradores y las minas son los principales peligros. Salir de los caminos marcados resulta peligroso en extremo. No hay día sin heridos por una de esas causas.

 

Honorio, tan sensible o más que yo mismo, al oír las palabras afligidas de Isa contiene su rabia apretando los puños y mordiéndose los labios. Hablan de armas defensivas. Todas llevan ese calificativo, usándose todas para atacar. Los fabricantes de armas, los que las venden, los que las compran, los que mandan utilizarlas; unidos a tanta permisividad con la guerra, facilitan el negocio de una caterva inhumana. Él quiere ser empresario, pero también quiere seguir siendo honesto. No ignora que, solidaridad, compasión, sensibilidad, ternura, afecto, piedad y socorro; resultan una rémora en variadas ocupaciones empresariales. La humanidad ha tardado demasiados siglos en asumir los escrúpulos, en incorporarlos a su escala de valores, pero al llegar al competitivo mundo empresarial, con frecuencia se orillan como desventajas ciertas, como contrapeso peligroso. Sí, se dan gestas ejemplares, aunque son las menos. Siendo reconducidas con presteza hacia la senda general para evitar que cunda el ejemplo. No, no veo yo a Honorio empuñando la espada, ni agitando la cuenta de resultados a modo de látigo contra los obreros. No lo imagino trocando los beneficios en ídolo dorado hacia donde se han de orientar todos los actos, los esfuerzos íntegros del equipo formado por asalariados, algunos, mal nutridos.

 

Isa, Honorio y yo nos miramos en silencio. Un silencio denso y expresivo, hijo de la entraña tierna que aún nos conmueve. No hay colofón posible para la tragedia descrita, para la rabia asentada en nuestros corazones. De modo que, apuramos el café a sorbos pausados, dejamos la caja de piezas y el tablero de ajedrez junto al platillo de la cuenta pagada, despidiéndonos sin fijar la fecha de nuevo encuentro. Isa queda en la parada del autobús. Honorio y yo seguimos la acera que conduce a la boca del ferrocarril subterráneo. 

 

Viajo con Honorio hasta la estación de Atocha, donde ha de tomar el tren que le lleve al pueblo. Aprovecho para interesarme por el progreso de su amor. Suele embelesarse ante perspectivas concretas y es entonces, cuando su razón duerme o desvaría, incapacitándose para analizar con justeza ese punto o cualquier otro conexo. Me anuncia que desea proponer matrimonio a Rita. Yendo en serio ambos, él no tiene edad de extender una situación tan incómoda. En mis adentros, me digo que, Rita, en eso de la edad, aún menos que él. Ignora si Mireya vivirá con ellos, pero dada la armonía de sus caracteres, lo acepta con agrado. Le pregunto, para despejar de mí la imagen del inquisidor monotemático, por la marcha de la bolsa, pues la sé de capa caída. Me da toda clase de razones, alguna de ellas nacida en su nariz, fruto del fino olfato. Me habla muy quedo, como si estuviera manejando información reservada, sin querer ser oído por advenedizos. Se adentra cauto en los andurriales de un reducto donde cabe por derecho propio, cuyo dominio avalan cuantiosas ganancias y algún descalabro.

 

En el instante mismo de quedarme solo, mi cabeza, como si esperara la oportunidad, regresa a los asuntos que la tarde me sirvió en escudilla de barro. Conocer a Isa y escuchar la ardiente exposición, logran hacerme sentir más propia su guerra, ciudadano del mundo al que nada humano es ajeno. Alguien lo dijo así, asumiéndolo yo como propio. Siento despertar en mi interior, una inquietud inusual, dados los vericuetos de su discurrir. Es la mezcla calculada de bombardeos y negociaciones. Ya no me conformo con la opinión recibida del taller elaborador del pensar general. Ahora exijo la verdad silenciada de las víctimas.

 

Los medios de comunicación aún destinan un espacio estratégico al conflicto de Kosovo. Muestran una visión occidentalista, es decir, el punto de mira de quien cree haber recibido el encargo de tutelar a la humanidad y, en tal ejercicio, defiende intereses que no son los de la gente de a pie. Millares de discrepantes se manifiestan en ciudades, alejadas entre sí, de Europa y América. Algunos intelectuales escriben artículos, poniendo en entredicho o condenando sin paliativos el comportamiento de la OTAN en Yugoslavia. Los descuidos, origen de los llamados daños colaterales, se incrementan. Parecen faltar a los portavoces excusas pueriles, semejantes a la esgrimida tras el ataque a la embajada china, atribuyendo errores de bulto a los mapas seguidos, por estar confeccionados unos años antes, sin tener en cuenta el natural desarrollo de las áreas en liza. Dos soldados británicos mueren en Negrovce al desactivar, en una escuela, la bomba de racimo lanzada por la OTAN, cuyo mecanismo de explosión debió conmoverse ante blanco tan inocente, decidiendo no funcionar.

 

El rumor de una capitulación serbia engorda, alimentado por hechos concretos. El presidente Milósevic parece aceptar un compromiso, redactado por los países del pacto a los que se ha sumado Rusia. Aunque sucedió otras veces y, la palabra del presidente yugoslavo, no es garantía. Representa el acuerdo, dado a conocer en sus líneas maestras, una victoria parcial de la OTAN. También una derrota limitada de los serbios. Allanados los obstáculos, sabida la ausencia de oposición en busca de una legalidad que lo barnice, el Pacto consulta el plan de paz para Kosovo al Consejo de Seguridad de la ONU. Lo legitima éste, con la convenida abstención de la república China. Se da un juego en las alturas, apenas intuido por mí. Un ejercicio malabar llevado por torpes aprendices errando cada día, mientras la gente común sufre un constante martirio o se desangra.

 

Los periodistas, en calidad de enviados especiales al núcleo del horror, muestran a los espectadores lejanos, imágenes crudas y desgarradores testimonios directos. En ocasiones dan la palabra a los participantes. Entre ellos, a unos soldados de aviación destinados, en la base italiana, a las incursiones nocturnas. 

 

—Se habla de daños colaterales, inevitables para unos, torpeza o provocación para otros, ¿en qué consisten y porqué se producen?

 

—Si los planes trazados presentan lagunas, carencias de detalle o no se apoyan del todo en la realidad; si los sistemas fallan, si los aparatos responden de manera imprevista o los cálculos contienen errores; si nos distraemos en plena misión un instante o confundimos un edificio con otro, entonces se producen los daños colaterales. Hablamos así, cuando los muertos son civiles que, por convicción o de manera visceral, aborrecen la guerra. Es decir, cuando las bajas son ajenas al conflicto militar. Nosotros procuramos evitarlos, sabiendo a cualquier vida humana tan valiosa como la del comandante en jefe, hombre metódico, inflexible e incapaz de soportar una broma.

 

—Ahora que las incursiones concluyen, ¿se siente satisfecho de su actuación?, ¿presumirá ante los conocidos? 

 

—La tecnología ha conseguido guerras limpias. Le diré que, en estos dos meses largos, no he visto un solo cadáver. Salimos de Aviano, volamos a Belgrado, a Pristina, a Pec, adonde quiera que esté nuestro objetivo. Jugamos a suprimir enemigos figurados, regresando a Italia sin saber lo ocurrido a ras de suelo. Utilizamos los mandos sobre el sistema óptico, como si se tratara del ratón en la pantalla del ordenador, pero nuestro impulso no abre un documento electrónico, libera una carga mortífera. Podemos ver todo a modo de un moderno juego de video, pensando virtuales los edificios y creyendo a los muñecos dueños de muchas vidas, renovadas con solo reiniciar el programa. Los desastres producidos son reales, sí; pero no bajamos al terreno para comprobarlo. Poseerán, según creo, mayor sensación de autenticidad los que llegan ahora con el encargo de pacificar la zona. Ellos oirán las quejas de las personas y palparán los estragos, producto de tanta barbarie. Esta noche presenta para nosotros importancia singular: una última batida, una misión más y todo habrá acabado. La semana próxima regresaremos a casa con los recuerdos amalgamados, favorables o dañinos. Cuando haya pasado mucho tiempo, recordaremos esta guerra como una gesta heroica, útil porque impidió el genocidio iniciado por un presidente víctima de megalomanía. La referiremos con orgullo a los nietos, ampliando las breves líneas dedicadas por la historia. Nadie se acordará de las bombas GBU 16, guiadas por láser, disparadas cuando en la cámara aparece el objetivo seleccionado. Quedarán impresos los discursos de quienes disponen de nosotros, el general Clark, Solana, o los jefes de Gobierno de los diecinueve países comandados por Clinton. En sus palabras somos héroes. Pero en lo que a mí respecta, me queda la sensación de haber colaborado, en mayor o menor medida, a agrandar el desastre.

 

El periodista dirige esta vez su pregunta a un profesor universitario. Se trata de uno cualquiera, ajeno al grupo de serbios huidos de la Universidad de Pristina, pues aquellos, temerosos de las represalias albanas, en número superior a la centena tomaron el camino del norte.

 

—¿Qué opina del comportamiento de los dirigentes en ambos bandos? 

 

—Es indudable que la visión depende del ángulo que tome la mirada. La realidad, una, presenta cien facetas dispares, algunas de ellas muy alejadas del resto. Incluso los de fuera toman partido según la afinidad y, con ese prejuicio, emiten su opinión. El Pentágono afirma que Rusia ayudó a los serbios y, mercenarios contratados allí, participaron en la limpieza étnica ordenada por Milósevic. He leído que la prominente Duma del Estado ruso, -cámara de los diputados, para entendernos- ha pedido por unanimidad el proceso de Solana como criminal de guerra. De Milósevic los rusos tiene mejor opinión. Afirman que su responsabilidad es solo política. Mientras, al otro lado del mundo, el Departamento de Estado americano ofrece cinco millones de dólares, a quien facilite el juicio por crímenes de guerra del presidente yugoslavo. La CIA abandona la idea de arrancar la vida al cuerpo de tal personaje.

 

—¿Pero de qué parte está la razón?

 

—Puede que ambos bandos posean fragmentos. La verdad suele darse diseminada. Resulta ser uno de los escasos valores de este mundo, no atesorado por los ricos. En estos momentos se encuentran fosas comunes repletas de inocentes víctimas albanas. Prueba evidente de los horribles crímenes cometidos por los serbios. Al mismo tiempo, muy próximas, se dan crueles matanzas donde víctimas y verdugos invierten sus papeles. Los albanos, crecidos, aniquilan a los medrosos serbios, quemando sus propiedades.

 

Yo, el narrador Virgilio, tratando de diseñar mi novela como un consistente esqueleto cubierto de carne lozana, cuyos movimientos son impulsados por músculos acordes con la idea principal a la que obedecen, creo conveniente fijarla a la actualidad. El conflicto de Kosovo, volcán que ha entrado en erupción en este presente imperfecto, ha de participar en la urdimbre como testimonio de la incongruente actuación del hombre, lobo para el hombre como se sabe, se acepta y se promueve.

Fragmento del capítulo CATORCE de la novela Solo de voz en la Habana

 

Ya sé adónde vas. No es ese el camino. Nada esperes de Rita. Ningún secreto va a revelarte. Certifica lo dicho con un tono que muestra escondido un pequeño enojo.

 

No ha de ser el tamaño del enfado muy grande, pues, a continuación, explica futilidades ya dominadas por mí y, de manera deliberada, no profundiza en el tuétano. Insisto en lo concreto, la fuerzo a invadir justo el terreno evitado, llegando a confirmar la libertad de matrimonio de los sacerdotes y los fieles devotos. Sin embargo, añade, pueden adquirir obligaciones individuales que quedan en la intimidad de quien las formula. Percibo en esta respuesta un tono enigmático, con la virtud de trasladarme al lugar donde estaba. Me refiero a la densa niebla, al anochecer oscuro; pues desconozco si Rita se ha obligado con algún ofrecimiento en ese sentido. Nos acomodamos en la cafetería dispuestos a tomar un refresco, dándola a leer la página manuscrita donde va, tal como yo imagino, el relato de una ceremonia de iniciación. Ruego su enmienda hasta llevar el rito a su ser natural. Impetración a la que, como escritora solicitante habitual del mismo favor, no puede negarse. 

 

 «¡Olofi!, gritaba un babalao vestido de blanco. ¡Olofi!, repetían los santeros vestidos de blanco. ¡Olofi!, vociferaba el común de los fieles, vestidos cada cual a su modo. ¡Oshún!, gritaba un babalao vestido de amarillo. ¡Oshún!, repetían los santeros vestidos de amarillo. ¡Oshún!, vociferaba el común de unos fieles vestido sin concierto. Una letanía de nombres de orishas era repetida tres veces siguiendo el orden sabido: babalaos, santeros y el común de los fieles. Cinco personas negras de edad indefinida, ataviadas con túnicas de hilo dorado, descargaban las manos sobre los tambores entregándoles el ritmo que, al parecer, exigían las tensas pieles encargadas de acentuar los sonidos. Otro negro, el más oscuro de todos, a su lado, golpeaba con una llave de hierro el hierro de una azada. Un clamor inquietante puso a mi espíritu al compás de los tambores, del entrechocar de hierros. Noté, con asombro, que las piernas seguían al espíritu tras el marchar ágil y monótono de los danzarines. Las manos comenzaron a agitarse una contra otra al compás de los atabales, del espíritu y de las piernas. El espíritu se hizo visible en los negros vestidos de blanco y en los negros vestidos de amarillo. El espíritu se hizo visible en los blancos vestidos de blanco y en los vestidos de amarillo. Fue visible en los mulatos ataviados con ropas de un blanco límpido y de un amarillo dorado. El espíritu se hizo visible en todos y cada uno de los fieles, sin importarle ni el color de las ropas ni el lugar de procedencia. El grupo formado por los mestizos, tintado de todos los tonos intermedios entre el puro blanco y el negro puro, ajeno a cualquier colectivo específico, era el más numeroso, contribuyendo como ningún otro, a que el conjunto alcanzara el total de noventa y nueve miembros. Los noventa y nueve elementos del conjunto se agitaban como se agitan las aguas que hierven, de abajo hacia arriba. Los noventa y nueve blancos, negros y mulatos del conjunto, a continuación, se agitaban como se agitan las ramas mecidas por el viento, de arriba hacia abajo. Unas veces los movimientos eran ásperos y rápidos, mientras otras, eran suaves y lentos. Ya corrían en círculo, ya se agitaban en línea, ya rompían la continuidad y se alzaban saltando, se agachaban saltando, se movían de atrás para adelante, de adelante hacia atrás, saltando. Una melopea monocorde iba invadiendo el espacio, siendo la libertad capturada por la quietud sometiéndola a lo estático. Un cuchillo subió a la noche alta, para bajar sus reflejos de luna sobre las plumas del ave, sobre la carne trémula, sobre el corazón angustiado. Un cuenco pasaba de mano en mano, de boca en boca. El líquido rojo que lo llenaba se iba vaciando y llenando a intervalos regulares. En un lado ardía una hoguera con chisporroteo espasmódico. Las bocas llenas del prodigioso líquido rojizo: alcohol, hierbas y sangre, soplaban gotas minúsculas esparciéndose por las llamas, creciéndolas. El ritmo se aceleraba hasta lo imposible para los humanos. Traspasaba la línea divisoria y dos, cuatro, veinte, mujeres y hombres, cayeron al suelo dándose de cabezadas contra una tierra conmovida por el frenesí de la danza. Olofi, el creador, no bajó sobre los presentes. Oshún no bajó sobre los presentes, Obatalá no bajó sobre los presentes, Ogún Arere tampoco bajó. Pero todos ellos comisionaron a Elegua y, él, sí bajó. Elegua, de rojo y negro, se hizo manifiesto, palpable. Para los varones era mujer, para las mujeres varón. Todos se abrazaban abrazando a Elegua. Unos con otros se amaban amando a Elegua. Abrazando a Ogún Arere, abrazando a Orula, abrazando a Oshosi, todos se abrazaban. Se amaban unos a otros amando a Ogún Arere, a Orula, a Oshosi. Unos a otros se abrazaban creyendo abrazar a Yemayá o a Orumbila. Unos y otros se amaban creyendo amar a Yemayá o a Orumbila. Porque en ese momento los orishas, incluidos Oshún, Oya, Changó, todos ellos en conjunto, eran los hermanos receptores de los cinco collares, encargados, en lo sucesivo, de protegerles de cualquier mal. Eran el collar de Elegua, el de Obatalá, el de Shangó, el de Yemayá y el de Oshún. En ese instante, único, irrepetible, los numerosos orishas, representados por Elegua, se encarnaban en los noventa y nueve fieles que rendían su fe. Procedían sacrificando los gallos, cuya sangre bebían mezclada con infusión de yerbas y ron añejo. 

 

Alzaron sus manos los cinco ancianos dorados y, también, el de los férreos golpes. Las mantuvieron quietas en el aire sobre sus cabezas, alejadas de la piel que las sacudidas iban desgastando. Cesaron los tamboriles el son, los espíritus ocuparon su lugar dentro de los cuerpos caídos, los miembros agitados volvieron al reposo. Todo fue silencio y calma durante un período indefinido de tiempo, pues el tiempo, en aquella explanada rodeada de vegetación, cansado, se había sometido a la invasión de un extraño sopor.»

 

—Has dado cuerpo a una composición literaria de mi agrado. Alcanzas el ritmo en su evolución, sosteniéndolo. No debes inflarte demasiado si quieres pedir socorro a Rita. Mejor te vendrá ir con tino y esperar el momento oportuno. Me sorprendería el hecho de hallarla dispuesta a darte señas ciertas o a corregirte errores, que los habrá y mayúsculos, en lo que llamas ceremonia de iniciación. Ella sería la indicada si no estuviera sometida a la carga del silencio. De todas formas, arriba y abajo, puedes estar seguro de haberte acercado a la esencia. Según lo entiendo, la esencia, de algún modo, aparece recogida. Sosiéguete saber que, he oído retazos acá y allá, por eso la imagino acercándose adonde quiere llegar.

 

—Es más de lo esperado. Más de lo que pretendía. Con eso me basta, Solo de voz en La Habana, título definitivo de mi segunda novela, soporta un riesgo mayor de lo deseable, es mucho más diversa que la primera. Estoy convencido de cumplir, en ella, mi obligación de avance y progreso. ¡Ah, los hijos! Quiero servir de ayuda a los hijos, también de este modo, avanzando en la escritura. Quiero que, hoy, mañana o pasado, la escritura sirva de reflexión a mis vástagos, de asidero, si llega a ser de su agrado y conformidad.

 

Fragmento del episodio VEINTIUNO

 

(…) Hacía el padre de zapatero en La Habana. No del remendón destinado a prolongar el uso del calzado, sino del artesano de renombre que viste los pies sensibles, de quienes pueden permitirse caprichos caros. Cuando el rasero rebajó las fortunas altas, abandonó el hombre el taller y, unido a algunas familias de su clientela más selecta, salió de Cuba arrastrando a los suyos. Fue sacada Rita del espacio amigo, cuenta, haciendo perceptible el aleteo tembloroso de sus palabras, cercana a la adolescencia. Sucedió así, sin que estuviera en su mano dar consentimiento o plantear oposición. Los recuerdos más firmes poseídos de ese tiempo intangible y movedizo, son los representados por el avión que los llevó a Miami. Nunca había visto uno de cerca, ni el inusual nerviosismo de la gente empeñada en salir y la barahúnda formada en el aeropuerto. Ha echado raíz en su mente, la sensación de haber vivido una huida rompedora de la infancia feliz. Por eso alberga un reproche, nunca formulado por completo, contra quienes forzaron su salida con rudeza desacostumbrada, de un tiempo en el que se encontraba a gusto. Adolescencia y madurez hubieran sido muy otras, pero esas etapas las aceptó tal cual vinieron. Dándose, de repente, de manos a boca con un futuro no querido, en un territorio extraño y hostil. De nada servía el esfuerzo de sus padres y de sus amigos, por reproducir lo que habían dejado en la Islita. Estaba la calle haciendo las veces de frontera, sirviendo el colegio, en todos los sentidos, de país extranjero. La unión con su hermano, dos años mayor, se reforzó hasta alcanzar una solidez indeleble. Fatalidad de las fatalidades: en las clases no pudo tenerlo como compañero. De haber resultado posible tal coincidencia, ninguna monja hubiera logrado herirla. Así, la prisión en que se consideraba reclusa parte de la jornada, se habría demostrado escuela de verdad.


Miro a los asistentes. Los veo metidos entre ascuas, recibiendo las palabras de las dos mujeres cubanas sin dar crédito a ojos y oídos. Interrogante atención y silencio elocuente, sorpresa y asombro.
Prisión, sí. Dice Rita en se momento. Era un centro religioso de prestigio y alto precio. Gestionado por monjas, que obligaban a las niñas llegadas de Cuba a hablar en inglés. Castigándolas si se expresaban en la lengua española. Formó ella un círculo de odio, englobando al idioma impuesto y a quienes lo hablaban. Las niñas americanas, que debían ser sus compañeras, movidas por el ejemplo de las monjas, oscilaban entre la piedad y el desprecio. Se consideraban alumnas privilegiadas y, las recién llegadas, por simple caridad, se habían acogido a su asilo. Así lo creían sin fundamento. Atribuyendo, sin embargo, una acción admirable a las extranjeras. Escaparon del comunismo, que al decir de las profesoras constituía una plaga capaz de devorar el mundo bocado a bocado. En el mapamundi coloreado de clase, el color rojo servía de prueba. Por esa razón se mitigaba el rechazo. En ocasiones el roce parecía humanizarse. Pagaban las clases y la manutención, porque Rita y su hermano se quedaban en el colegio a medio día, en razón de la distancia que los apartaba de su domicilio. No obstante, el trato recibido parecía corresponderse con el dispensado en la beneficencia pública. Los peores lugares las correspondían en las aulas, los papeles sin importancia en los juegos. Crueles castigos seguían a incorrecciones mínimas, vacías de mala intención.


Devuelta al hogar por un bus dedicado al servicio del colegio, regresada al seno de la familia. El afecto de parientes y vecinos la ceñía protector. Se aceraba el lazo establecido con su hermano y, ambos, unidos en una sola voluntad, permanecían juntos hasta la hora de irse a dormir. El acoso pasaba en ese instante al reinado de los sueños, jirones de vida sumergidos en el charco turbio, herramienta eficaz de la cruel opresión imperante. Porque los sueños de esa época, por lo general, venían cargados de espanto. Se repetían cada noche, si no iguales, simétricos. Como reflejados en un espejo que mira al fondo de otro en ejercicio sin fin. Avanzaban cautelosos, al modo de las sombras de una cuadrilla de bandidos nocturnos, siguiendo tortuosos senderos y parándose de trecho en trecho, con el fin de aguzar los instrumentos de tortura de que estaban dotados.


Las monjas adscritas al colegio perteneciente a los sueños, se hubieran parecido a las reales y verdaderas, de ser éstas todavía más adustas. La palidez de sus rostros podía provenir en gran medida de la lúgubre iluminación. Eran rayos amarillos los que las inundaban, rayos amarillos contaminados de una brillante oscuridad. A esa luz, que no es de este mundo, podía atribuirse el tono sombrío de su tez. Eran más desabridas las monjas pobladoras de los sueños. En algo había de influir, expresa Rita en su relato, el hábito de estameña azabache que cubría la totalidad de su piel. Tan solo un óvalo unificador de ojos nariz y boca se libraba. Las enjutas manos nervudas, escapaban también a la acción protectora del paño burdo. Lo cierto es que el conjunto alcanzaba una intensidad endrina, nunca más vuelta a observar en lo visto. Sus facciones de religiosas no se correspondían con la idea generalizada, sencillez y bondad. Seguramente habían sido entregadas al demonio, por haber puesto tanto empeño en huir de él. Sus arrugas, muy pronunciadas, dibujaban trazos reveladores de un rencor inextinguible, al que ella, desconociendo el origen, imaginaba eterno, cuando menos carente de principio. En esas pesadillas, la hermana superiora obligaba a la niña Rita, refugiada del caos reinante en Cuba, a comer insectos, gusanos, lombrices y pequeños roedores. Si se portaba conforme a las normas y realizaba sus tareas con sumo cuidado, eran menos rudos los modos. Los periodos de recreo había de ocuparse en actividades extraescolares, cumpliendo encargos consistentes en recoger excrementos de animales domésticos, para luego mezclarlos con el maíz, con los fríjoles de la comida destinada a ella y a sus compañeras de origen cubano. Las arpías preguntaban en los sueños cuestiones teológicas de gran calado, enrevesadas fórmulas matemáticas, reacciones químicas producidas en los primeros tiempos del universo y leyes físicas sin plantear aún por los científicos de vanguardia. Al no conocer la respuesta con exactitud meridiana, sometían a la educanda a tormento, bien amarrada a los horribles potros de tortura, que su mente situaba en mazmorras profundas.


Aquí, el asombro de los oyentes, casi palpable, alcanza el tono mayor de la escala, si es que una escala así existe.
De día, cualquier ejercicio anodino, cualquier demanda hecha sobre los temas tratados en la clase, parecían preparados con saña, formulados sin otra razón que la de justificar el castigo. Consistía este en una tanda de golpes dados en las nalgas con una regla plana, alzada la falda gris del uniforme, ante la mirada odiosa de las burlonas. Devuelta por la luz alta de la mañana a la verdadera situación, a la realidad incuestionable, en el colegio cierto veía a las monjas ciertas como si aún se movieran en el sueño. En el comedor, esclava de una desconfianza que no empequeñecía en ningún momento, cataba apenas la ración de alimento depositada en su plato. Las porciones engullidas, suficientes para evitar la sospecha de estar practicando una huelga de hambre, eran poca cosa. Sin embargo, corría luego al retrete para vomitarlas. Le salieron por aquellos días unos granitos de acné. De noche, metida en los sueños, de esos granos salían insectos y larvas que no eran otros que los ingeridos forzada por las monjas.
Conserva recuerdos difusos, perfilados por añadidos posteriores, a propósito de la transición de lo bueno a lo pésimo. Abandonaron La Habana poco tiempo después de verse forzado a huir Batista con su fortuna a cuestas, temiendo el cariz que iban a tomar las cosas. En el tiempo previo, Rita caminaba a remolque de su hermano, temerosa de acercarse a los vecinos o de jugar con sus vástagos. Se trataba de gente poseedora del dinero grande. Propietarios de terrenos o edificios, comerciantes, rentistas. Cientos, miles de compatriotas salieron de la misma manera. Unos lo habían hecho antes, anticipándose a la insurrección, en la segunda quincena del mes de marzo, a raíz del llamamiento dirigido al pueblo por Castro, incitándole a amotinarse. Otros lo hicieron después, mediado febrero, momento en que Fidel se convirtió en primer ministro de un gobierno de izquierdas. Muchos de los exiliados se establecieron en Florida. Entre ellos había santeros, quienes abrieron enseguida sus casas de culto. Babalaos hubo asentados en el extremo peninsular, al igual que Rita y los suyos. (…)

 

Pintura de Pedro Sevylla de Juana

 

Académico Correspondiente de la Academia de Letras del Estado de Espírito Santo en Brasil, y Premio Internacional Vargas Llosa de novela, Pedro Sevylla de Juana nació en Valdepero (Palencia) en 1946. Cursó el bachillerato en la capital palentina, y los superiores en Madrid. Aficionado a la lectura, escribe desde muy temprano. Se rindió a la poesía sin condiciones, y la prosa poética fue el resquicio por donde le llegaron los relatos breves. Ellos, y las sorprendentes facilidades del procesador de textos, le acercaron a la novela. El interés por la lengua y la cultura portuguesas, posibilitó su actividad de traductor. Además de en su pueblo y Palencia, residió en Valladolid, Barcelona y Madrid. Pasando temporadas en Cornualles, Ginebra, Estoril, Tánger, París, Ámsterdam, La Habana, Villeneuve sur Lot (Francia) y Vitória ES (Brasil). Publicitario, conferenciante, traductor, articulista, poeta, ensayista, investigador, editor, crítico y narrador, ha publicado treinta y un libros, participando en siete antologías internacionales. Cumplidos los setenta y siete años, reside en El Escorial, dedicado a sus pasiones más arraigadas: vivir, leer y escribir. 

Blog literario: https://pedrosevylla.com 

SOLAPAS

OBRA

Traducción

O coração da Medusa (2021), Poesía (bilingüe), Renata Bomfim autora en portugués. Pedro Sevylla de Juana traductor al castellano y analista crítico en ambos idiomas. 

https://pedrosevylla.com/grandes-autores-traduzidos-por-mim-castellano-portugues-portugues-castelhano/

Narrativa

Los increíbles sucesos ocurridos en el Principado (1982), Pedro Demonio y otros relatos (1990), En defensa de Paulino (1999), El dulce calvario de la señorita Salus (2001), En torno a Valdepero (2003), La musa de Picasso (2007), Ad Memoriam (2007), Del elevado vuelo del halcón (2008), La pasión de la señorita Salus (2010), Pasión y muerte de la señorita Salus (2012), Las mujeres del sacerdote (2012), Estela y Lázaro vertiginosamente (2014), Los gozosos amores de Virginia Boinder y Pablo Céspedes (2019), El destino y la señorita Salus (2019), 24 cuentos pluscuamperfectos (2020), Amor en el río de la vida (2022), Dos días de boda en Francia (2023), Intimidades largo tiempo ocultadas (2023)

Poesía

El hombre en el camino (1978), Relatos de piel y de palabra (1979), Poemas de ida y vuelta (1981), Mil versos de amor a Aipa (1982), Somera investigación sobre una enfermedad muy extendida (1988), El hombre fue primero la soledad vino después (1989), Madrid, 1985 (1989), Aiñara (1993), La deriva del hombre (2006), Trayectoria y elipse (2011), Elipse de los tiempos (2012), Brasil, sístoles y diástoles (2016) e Imago Universi Mei (2018).

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