Cultura

La perrada X (hablando sobre una generación)

Los barrios #1.

Si hay algo que se resiste a cambiar aun con el largo paso de los años es el aspecto de las cosas; lo mismo sucede a las personas, el aspecto jamás les cambia.

Hay una lejanía temporal entre aquellos días de mi juventud precoz y mi edad adulta madura, una distancia hecha de veinte años. He caminado toda mi vida por estos andurriales y aun con sus cicatrices marcadas estos barrios me siguen pareciendo igual a aquellos de mis entonces dieciocho años de edad. Y no es que el color de sus casas jamás haya sido repintado o no le hayan re pavimentado sus calles ni replantado sus jardines públicos, a estos parques de los atardeceres, por ejemplo, si le han cambiado sus columpios, resbaladillas y suben-bajan; a estas calles si les han modernizado sus farolas del alumbrado público y el empedrado que existía en los años ochenta fue arrancado para embellecer la colonia con pavimento hidráulico de interés social a guevos.

Pero estas calles tienen una personalidad propia que les hace reconocerlas como algo vivo y festivo, todo esto no puede ser posible sin la personalidad de la gente que las camina. Así, la panadería tiene el mismo aspecto cálido y sonriente de las madres en la cocina de sus casas; el expendio de cerveza de la calle principal evoca la misma amenaza que produce el aspecto de un sicario borracho, drogado y encabronado; la humilde carpa con su carreta de hamburguesas y perros calientes de “la Vero” provoca el mismo rechazo y náusea que portan los vagabundos tronados de la cabeza por el abuso de la metanfetamina, esos enfermos que portan en sus ropas el infierno, el asco, la grasa con pelos y su pellejo hediondo a carne echada a perder, igualito que las viandas de esa mujer  que suda y suda ante la plancha llena de manteca y polvo. Los gimnasios varoniles exhalan un tufo a testosterona joteril, anabólicos, albúmina de huevo, proteínas sintéticas y atún, siempre el atún; los clubes de zumba y bicicleta estacionaria provocan desaliento al pasar por sus aceras, el mismo desaliento que producen las mujeres después de su inmisericorde actividad física vigorosa sobre las camas de cuartos de renta o casas matrimoniales, esas mujeres sudorosas y agitadas con su mirar bravo y sonrisa satisfecha.

Se ve lo alegre en los mercados municipales, lo trágico en las decadentes carpas teatro de las colonias pobres, la derrota del alma en sus cantinas, lupanares y llongos; la ternura femenina en los jardines hogareños, la indomable presencia masculina en los cofres abiertos de los carros y debajo estos. Entonces, obviamente, las personas por acá son variopintas, seres únicos, universos que conviven, comparten un espacio y se toleran. Repito, todos tienen un aspecto variado y colorido, una variedad rica: prietos feos, güeros quesones, flacos u obesas, lampiños y greñudos, rapados y barbones, nalgonas sin chichis o chichonas sin nalgas, putonas o decentes, a pata o en camioneta, amantes o granujas, adictos o abstemios, ojetes o filántropos. Todos diferentes, todos de mirar de frente, eso sí, sus miradas brillan sobre la tuya aunque estén tristes o alegres. La comunidad heterogénea de los barrios pobres de la ciudad; esta ciudad aparte, apestosa y polvorienta y su gente que evidencian diferencias con el resto que es un grupo reducido; ese resto que no conoce la quemadura del sol o el sudor comezonoso en las verijas y sobacos, el hambre por las noches y el desvelo en las mañanas; esos pocos que tienen todos el mismo aspecto ingenuo: el cutis arrebolado en sus mejillas, cuero fino lustrado de buenas comidas y buen beber, mirada certezica y voz imperativa pero ánimo culón; muchas mujeres poco amor, mucho hombre, mucho dinero, poco amor; la ecuación perfecta para el crecimiento, mantenimiento y sanidad en las cuentas guardadas de los bancos.

Ambas sociedades armantes de esta locura urbana, la heterogénea y la homogénea se toleran pero no conviven; uno odia la mugre y el sobaco comezonado de sudor y el otro detesta la limpieza jabonosa y aromática de cosméticos caros europeos del pellejo lustroso y bien comido-bebido del ricacho sin amor: “somos puro amor, los pocos son mucha plata, plata fría. Yo duermo de  calor, chiquitita” leí en la barda ruinosa de un panteón montado en el plan de un cerro, un panteón de cruces de palo y flores de papel.

Sí, en los barrios bajos se lee el amor en todos lados; en las paredes de los bodegones de la central de abastos: “tu silencio me apuñala, Elena”; en los baños públicos de los supermercados: “busco pene con amor, llámame aquí 66726961305416”,”el agente de seguridad de la bodega de recibo hace el amor con la cajera de perfumería en la bodega refrigerada de frutas y verduras”.

En estos barrios se ve el amor mal correspondido de las mujeres que trabajan bajo el sol inclemente de la media mañana; hembras morenas: frente y nariz, hombros y brazos quemados de días y días de rezolanas de primavera-verano, otoño-invierno; esas mal señoras mal amadas que se quejan de la ingratitud del borracho golpeador: “yo lo quiero tanto, a pesar de todo”. Se ve también en los campos de batalla machista el amor incomprendido de los hombres; esos hombres con pañuelo en cuello, gorra mugrosa, hombro y mano callosa, pies cuarteados por la salitre y los días de mal clima, dientes quebrados por las peleas al calor de la fogata y el fuego del alcohol y la alegata de mostrar quien es más cabrón; labios partidos por puño ajeno y resacas malcuradas; voz rasposa y estentórea que dice: “me parto la madre y a mi mujer no le importa, y aun así la quiero y mucho” en estos barrios con esas mujeres dueñas de esos hombres se puede ver el amor a los hijos malcomidos cargados en hombros, el amor en sus ropas de segunda, en sus cabellos cenizo desnutrido, en sus rodillas chorreadas y el moco burbujeante en la nariz; sus boquitas y ojotes que sonríen al ver llegar a la madre o al padre muertos de cansancio y desencanto que se encantan cuando están los tres cenándose los tamales con leche o en días buenos: café y coca-colas.

***

Los barrios #2.

Para la ciudad el día comenzó con una lluvia de estropicio. Fuertes vientos y enormes masas de agua azotando los techos del barrio me arrancaron de mis sueños (como una mujer mojada a despertarme).

En mi patio trasero hay inundación, hay ramas rotas y hojas reverdecientes caídas de mis árboles gigantescos; mis plantas de ornato y florales se ven con sus hojas gachas, deprimidas, abrumadas por el pesado golpear de miles y miles de gotas heladas; mi cuarto socavado en sus cimientos está siendo invadido por cucarachas y grillos que salen de entre las grietas del piso buscando las partes más altas de las paredes, huyendo en su temor insecto a la inmersión y la muerte en medio de la oscuridad.

Son las once de la mañana y no he podido salir a las calles las cuales, con estas aguas del cielo, están convertidas en patios de perros. Me conformo. 

Me conformo con una taza de café desabrido de la pobreza en mi alacena. Tengo un lujo, tengo un estéreo el cual aun toca aquellos discos compactos color cromo, esos fetiches de la ya muerta era digital de los años noventa; y las bocinas aun suenan bien. Suenan un larga duración que contiene a las grandes bandas de Jazz americano, el bello swing de las orquestas de la marina; esas orquestas norteamericanas fueron armadas para tocar alegría en los enormes, silenciosos y fantasmales buques de guerra de la pelea imperialista siempre-eterna; estás orquestas tocan las fibras de la alegría, el glamour y la luminosidad de lentejuela y oropel, fueran hechas para el baile. Mi estéreo suena: suena a “in mood”, “american patrol”, “chatanooga choo choo” “moonlight serenade” y “tuxedo junction”¡ y etcétera y etcétera! ¡Todos esos grandes temas del “american song book!”

Recupero ánimos y me asomo a la calle a buscar una esperanza: nada; la cortina opaca y sonora de la lluvia triste y helada me dice: “hoy no” ¿por qué?

No hay aves en el cielo; veo gente caminar apresurada-apesumbrada, mujeres corriendo a la velocidad de sus tribulaciones recónditas; estas mujeres corren estúpidas, desgreñadas y descalzas, como si con ello impermeabilizaran sus cuerpos que se ven graciosos al sacudirse debido al peso de sus nalgas y sus senos espléndidos; veo señores arrastrando sus ojos junto con sus pies, sus zapatos mojados, el aire taciturno, tristes de lluvia en su mollera. Y, ¡qué curioso! No veo algún perro divirtiéndose bajo esta inclemencia de los tiempos; no hay ninguno en estos patios suburbanos y los perros siempre se divierten a pesar de los relámpagos y truenos.

Yo estoy algo triste. Yo solo necesito que dejen de caer mil millones de billones de gotas de lluvia por un buen espacio de tiempo, unos quince minutos que me permitan salir de esta casa y caminar sin amarguras y charcas de agua hasta algún lugar en donde haya gente que quiera hablarme de su mundo; una cantina, por ejemplo; un lupanar (mucho mejor) o un mercado en donde haya mujeres y hombres soportando el rigor de su pobreza ante un mal día. 

Dios santo, qué fea está mi casa hoy ¡encerrado por el clima riguroso! Pero no debo lamentar tanto, ni tengo grandes planes desde hace meses, no tengo grandes planes desde que me quedé sin compañía femenina; la compañía femenina es por sí misma una ilusión para hacer planes y acomodar los días para cortos y largos plazos. No hay, por ejemplo, en mis futuras intenciones, al menos una muchacha frívola por ahí, esperándome en alguna esquina o llongo para darnos diversión sin compromiso que dure más de cinco horas; debo agregar además que las muchachas frívolas no comen, beben o fuman sexo; ellas hacen todo esto con dinero o por dinero y yo ando muy miserable de bolsillo en estos días. Cielo de mi vida, deja de caer de esta forma ¡por favor!

Y ahora estoy convaleciendo de encerrona en mi cama. Ha llegado mi vieja gata para darme un poco de su silenciosa compañía, se hecha a mis pies con aires de esfinge egipcia, con ese aire serio y su semi-sonrisa en su hocico, con ese mirar atónito característico de todos los felinos.

A mi gata le importa un carajo la lluvia, ella no es una vaga porque es una hembra operada de sus trompas de Falopio gatunas; mi vieja gata no siente la urgencia de salir a buscar sexo o amor así que, me acompaña porque me quiere de gata a humano, con esa dependencia de sus tripas ansiosas de comer ese horrible alimento de harina prensada y dura como las piedras. Ella ignora que yo daría lo que fuera por no estar viéndola en esta cama y en este momento; mi gata ignora, por supuesto, que yo no estoy capado y necesito salir a la calle para quemar un poco de energía libidinal de cualquier forma posible.

Mi pobre gata, pobre de mí; me maúlla la infortunada, me maúlla a mí, un desventurado resguardándose de la crueldad del cielo.

Y mi estéreo sigue sonando, suena ahora a las maneras de Duke Ellington y su gran orquesta negra de música poderosa; este negro inenarrable de las teclas de marfil (el piano es ahora un gran hombre “de color” (o de todos los colores que puedan sacársele a los pianos) sonriendo con sus enormes dientes musicales en blanco y negro) me ha animado a salir y enfrentar estas calles vaporosas y resbaladizas. Ahora sigo sin planes pero me animo a vagar, solo comeré un poco de carne frita que me regaló mi vecino, beberé una gran taza de café soluble y saltaré a bordo de este mundo tan bello que resplandece bajo el cielo gris y lloriqueante: papapapapári-ri-ri-rí fu fufufuáfaaaaaaa-a-a-a-ah! Suena una trompeta que parece hablar y decir con su voz chillona: “anda por ello” y el tambor de músculo africano me arenga como a un guerrero con su tamtamtam pum pumtata taz! Tacatatacatá tacatá-ta-tam!. Llenare mi panza de carne y café e iré a la calle a buscar sonidos de voces no tan pretensiosas y sin el encanto improvisado del gran jazz americano, voces llenas de alma que claman oídos para una gran historia bajo las lluvias.

Pues bien, aquí estoy rodando sobre la rueda elíptica de las calles (te acercas y te alejas del centro de los sucesos mientras giras y giras alrededor de estos) y me he ganado una buena historia (las historias que uno escucha no son tan interesantes si uno no conoce muy bien a los protagonistas): El cuida carros de un bar en el cual trabajaba se llama Jorge (Jorge “milpa” apodado (mil-panochas), es que siempre, entre los incidentes cantineros salidos de su boca, agrega sin venir al caso: “hoy agarraré una buena panochita para coger”) me cuenta un incidente breve pero lleno de energía narrativa. El relato de su jefe, un hombre cincuentón y amargado por cargar con una amantucha veintisiete años menor que él; Rigoberto, un hombre obeso y piel blanca (la piel blanca le hace mal a los obesos, según mis gustos refinados), un hombre malhumorado quien a todo lo que vea con un cacho de humanidad lo epiteta con el nombre de “mierda”:

-mi hija de quince años ya anda en malos pasos –comentó una joven cantinera adicta al alcohol y a las metanfetaminas.

-siembra mierda y obtendrás mierda siempre –responde Rigoberto con un dejo de burla en su acento.

Y hay un pleito entre la desgraciada “malilla foquemona mierda (epiteta Rigoberto)” y el “histérico, panzón rabo verde (epiteta Susana, la cantinera)”.

Y ese hombre tan triste y payasesco, con sus gafas de fondo de botella se rinde ante su apocado carácter y murmura entre dientes después de darle un largo trago a su cerveza Bud Light: “un día, todos ustedes, saltarán contra mí como alacranes. No puedo echarlos a la calle pues les haría un mal; tengo que aguantarlos con sus pinches vicios y encima me gritan, se levantan para darme la contra …eso me pasa por haber sido buena gente desde el principio, ya no hay marcha atrás, no hay lucha contra ustedes. Me dan lástima a pesar de todo, bola de culeros”

Termina su discurso de jefe atormentado y da un manotazo a la barra de su cantina, coge unas monedas de la caja registradora y pone a sonar música en la sinfonola, Vicente Fernández canta: “por tu maldito amor”. Vicente Fernández, el charro de Huentitán le viene bien y se tranquiliza. Y este buen hombre, dueño de un buen bar de mala muerte, que dispone de dinero y mujeres, un hijo de papi que todo lo tiene y lo que no tiene lo alcanza ¿qué va a saber de la lluvia, del mal taco y de las calles? Este buen hombre no conoce, por supuesto, las verdaderas disputas que suceden sobre el pavimento duro y ardiente de los barrios, los barrios brutos como la realidad cotidiana. Ignora que hay peleas más interesantes que las originadas por su histeria cincuentona de hijo de papi sin amor. Por ejemplo, este perro bajo la lluvia cree que yo quiero arrebatarle la cena, su banquete de tortillas remojadas, acedas y cagadas por las moscas de la miseria; me ladra fúrico como le ladraría a su peor enemigo-macho alfa perruno.

Ya cayó la noche. Hay luces, hay brumas.

Bueno, estas imágenes de la noche con sus luces y sus coches fantasmales no tienen algo especial nomás al verlos en esta instantánea fotográfica que describe apenas un momento, que intenta contener y eternizar un suceso visual que ya ha muerto tras el fluir de la vida. Pero para mí ese es el meollo del asunto, el nudo que si lo tocas se desata; tienes que estar ahí para sentir de verdad y más allá de tus ventanas sensibles foto-visuales, eso es lo que me interesa que sepas, porque en estas imágenes fotográficas tú no puedes oír la voz que cuenta una historia… solo tienes que estar ahí porque:

Los coches:

Yo soy la voz de la fotografía, la memoria fotográfica que habla para ser oída: atención, escucha, escucha; hay historias dentro de los coches bajo la lluvia; brevedades intensas y llenas de energía.

Regreso a casa después de nueve horas de vagar bajo la tormenta parida por las crueles “cabañuelas” que azotan el mundo cada tantos años. Los pies me arden de cansancio y humedad; siento en mi garganta el preámbulo de un feroz resfriado, mis pantalones están mojados hasta las rodilleras, mis zapatos de bota borboritan agua lodosa y hacen un sonido de conflagración sexual pene-vagina; y mi pecho, mi alma comienza a helarse sin la visión y el sonar de las voces cálidas dirigidas a mí. Me detengo sobre una acera solitaria y oscura, bajo mi paraguas que casi se colapsa por el peso de tanta agua; miro el veloz arroyo en lo que está transformada la avenida que atraviesa estos barrios suburbanos, miro como esa larga culebra de agua se ilumina y alborota por las luces y las ruedas de los automóviles que aun circulan a pesar del mal clima que azota desde el amanecer (buenos reductos estos carros, reductos motorizados y cálidos, tan cómodos e íntimos con sus asientos reclinables y el sonido romántico de sus programas radiales transmitiendo a través del equipo estereofónico de alta fidelidad y sonido surround; y uno de estos vehículos se detiene frente a la luz rojiza del semáforo; puedo sentir la calidez que emana de este, el calor emitido de su cofre que arroja al aire un vapor crepitante y blanquisco, escucho la voz cronista de un locutor de la radio universitaria: conozco al locutor, habla del gran jazz y del mal clima neoyorkino, de la eterna humedad de la calle cincuenta y dos. Me encanta la voz reposada y de aire antiguo del buen “Concho” Beltrán, me gusta su programa “la marcha de los reyes negros”, lo escucho apenas difuso a través de la tonada, el ritmo y el canto de la lluvia, la música retumbante y luminosa de las nubes. El coche zumba su motor, escucho el sonido monótono de los limpia parabrisas eléctricos que avienta el agua del vidrio a sus costados; y entonces veo que una mano pálida se recarga contra el vidrio de la ventana del copiloto y limpia vapor condensado contra este; una mano pequeña y hermosa, de formas finas y largas uñas; y de entre la oscuridad brumosa e íntima veo como aparece el bello rostro de una mujer, feliz y seguro, con unos ojos ajenos a la heladez de la intemperie que me azota. Esos ojos me miran, recorren mi figura con brillo sorprendido como si mi ser fuera la aparición de un fantasma citadino que le observa con sus ojos vacíos y desde la nostalgia impalpable, helada e irreal de la muerte hasta la pesada y caliente realidad de los vivos. 

Y nuestras miradas se han encontrado durante cinco segundos robados a los veinticinco contenidos dentro de la caja de control de tráfico del semáforo; y la teoría de la relatividad del tiempo se manifiesta en todo su poderío ante mis ojos y el mundo desaparece con sus nubes, sus lluvias y sus luces; solo el carro, la chica y yo dentro de los cinco segundos más largos del día. Y aparece un universo nuevecito y rutilante, lleno de preguntas, de dudas, certezas y miedos.

¿Qué por qué estoy afuera bajo esta lluvia, muchacha sin nombre?:

Yo soy pobre y no tengo un buen amor que me acalide el ánimo, no tengo a alguien que me abrace, me diga: “mi amor, mi vida” y todas esas palabras tibias, no tengo a alguien de esa forma a mi lado como lo tienes tú. Vago en las calles buscando al menos el calor en mis piernas, buscando el calor de una presencia, una voz, algo humano que pueble mis noches insomnes; imágenes y sonidos, y sonidos de voces que me ayuden a construir ciudades y personas bellas e inmortales. Busco un motivo para calentar mis manos como lo hacen los vagos de los basurales ante la luz de una fogata. Voces, imágenes e historias para llevar al callejón enorme sin salida que es mi alcoba, mi orbe miserable; mi urbe ficticia, solitaria; mi reducto helado, el faro de mi vida naufragada; mi vida sin caricias ni presencias palpables y hablantes; un país fantaseado a la orilla del mundo en donde solo hay mares con sus olas oscuras.

¿Qué por qué estoy tan solo, muchacha anónima de manos bellas?:

Yo no tengo un buen falo automotriz, ni un gran falo bancario y ningún gran falo de cemento, ladrillo y yeso fincado sobre patios de barrios ricachones; yo solo tengo mis manos, muchacha, mi mente solitaria y mis miradas en el vacío que son mis ilusiones ¿ves?, no tengo algo de lo que te puedas agarrar con placer y gana psíquica; ni siquiera tengo amigos para presentarte (todos se han retirado a sus vidas de cabeza sentada, me rechazan por ser tan inestable). Muchacha, yo solo tengo una casa fea, una gata vieja y malhumorada, un perro muerto de hambre y un jardín con flores salvajes que nadie compra, vende o quiere.

Estoy aquí como fantasma de las calles soportando los rigores infames del cielo porque mi casa es solitaria y me duele, esa vieja casa me hace dolor y me saca a patadas de sus cuartos.

…y el tiempo y su relatividad vuelve a ser el mismo de cinco segundos, de seis segundos antes y la luz del semáforo y el ahora rostro verdoso de la mujer través del vidrio me deja varado en algún lugar de mi soledad. La muchacha través del vidrio. El vidrio del coche es una pantalla incidental y vivida a través de la cual una mujer y alguien más están viendo un programa televisivo que quizás no sea su favorito pero al menos les resulta gratificante y entretenido; se me figura que ella está frente un televisor viendo una escena acerca de las calles, la lluvia y los fantasmas vagabundos, me está viendo en un programa televisivo y hasta me puedo imaginar la sinopsis kitsch de algún editor joven y hipster: “un ángel fugado mediante la piedad de las nubes, un ángel vagabundo de las calles bajado por la escalera luminosa de un relámpago, el espíritu de un vago de los cielos y los universos, un ángel sin alas en busca del amor”. Por momentos me siento ridículo y protagonista de una serie cursi universitaria que les dice que hay personas que viven momentos siempre peores que cualquiera de los que ellos mismos son capaces de soportar.

Yo no estoy tan mal bajo esta lluvia; estoy ante una pantalla panorámica que me enseña miles de historias, mejores historias que cualquiera de las que grafican las series televisivas de cualquiera de los cien canales de la televisión de paga. La mujer deja de mirarme. Pude ver que una mano también blanca, regordeta y peluda se plantó sobre su hombro desnudo, pálido y terso; vislumbré un rostro masculino: cara cuadrada, con barba cerrada semi crecida, vi una boca sensual que le decía algo a la mujer, ella sonríe y hace un gesto afirmativo para luego regalarle un beso. El automóvil arranca y me abandona…y yo, yo me quedo varado en algún lugar de mi soledad… en algún lugar de mi soledad.

Otro automóvil pasa veloz y me salpica de agua, un auto compacto de narco junior con música a todo ruido que suena un narco corrido.

Solo camino un par de calles más y estoy a las puertas de mi casa; siempre mi casa; siempre me espera en la noche con los ojos oscuros de sus ventanas abiertos, sus cortinas polvorientas, su piso de cemento pulido, sus paredes que hieden a moho y desprenden cáscaras de pintura; mi casa con su olor a abandono, a ropa sucia, a nidos de cucaracha y perro remojado; mi vieja casa con su techo que filtra agua a goterones y chorros, goterones y chorros, mientras no pare de llover; este refugio con su piso hundido, con sus lagartijas y sus grillos que gritan en las madrugadas metidos entre los cimientos socavados por las hormigas. Mi casa sin mujer cálida y perfume, sin amantes, abandonada a las sabandijas, mi casa llena de fantasmas del pasado y el presente que es en sí un regalo bueno o malo ¡qué terrible está mi casa esta noche! ¡por favor, que alguien venga a visitarme!

Mi alcoba es un patético refugio hecho para evadirme del tedio del silencio: tengo las paredes rayoneadas con citas de poetas, frases de libros y dibujos. Hablo con Jack Kerouac, con Carlos Prospero, Aureliano Buendía, Melquíades, Gunter Grass, Gabo, Cortázar, Quiroga; con mis sobrinas que dejan sus deseos de amor tintos con crayola de cebo, con mis vecinos que intentan que la soledad sea menos, hablo también conmigo mismo en estas paredes; mi cuarto parece el pabellón de un manicomio: una cama destendida, mugrosa y apestosa a sudores añejos, un escritorio miserable adornado con fotos, lapiceros primorosos, libros despastados, taza de café y pastillas para el dolor de cabeza, una silla estilo colonial, un sofá cama ocupado por bultos de ropa sucia, un abanico, un sombrero colgado de un clavo, una manita de madera para rascarse la espalda, dibujos de mi pequeña niña que me visita cada vez menos frecuente, zapatos y calcetines regados por el piso, discos compactos de música rock y jazz …y una ventana que da al traspatio lleno de sombras y miedo por las noches y sus sombras proyectadas por la luna, este patio que en el día se ve tan vivo con sus árboles enormes, sus flores y pájaros que le cantan a la vida que es tan dura; y yo en medio de todo esto luchando por darle sentido práctico a tanta cosa con su peso abrumador de tanta existencia.

…como me haces falta prieta, mi amor, mi vida.

Lo peor de esta casa es que no estás hoy, ni estuviste nunca ni estarás jamás. Mi prieta linda, mi amor ¿a dónde te has ido llevándote el pedazo de mundo que me pertenecía?

 

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